La expansión de la energía renovable es uno de los sellos de identidad de las economías del siglo XXI, pero no están exentas de problemas. Alemania, la cuna de la transformación energética, ya comienza a sufrir sus consecuencias.
Es indudable que uno de los mayores retos de nuestro siglo es avanzar hacia economías sostenibles que permitan compaginar el crecimiento con la preservación del medio ambiente, lo que en muchos casos pasa por el abandono de fuentes de energía altamente contaminantes y con reservas limitadas en detrimento de otras más limpias y renovables. De esta manera vemos cómo en todo el mundo se toman medidas para reducir el consumo de petróleo, carbón y gas natural mientras se fomenta la producción eléctrica basada en energías alternativas como la solar o la eólica.
Sin embargo, la transición energética está resultando ser más problemática de lo esperado, al menos en aquellos países donde se ha apostado más decididamente por ella. En este artículo analizaremos los problemas de dos pioneros en este campo, Alemania y España.
La Energiewende alemana
Uno de los ejemplos más controvertidos sobre los beneficios de las energías renovables proviene precisamente del primer país que apostó por ellas: Alemania. Según los datos publicados por el propio gobierno germano, la política de transformación energética (Energiewende) ya ha costado unos 150.000 millones de euros a los contribuyentes, con la previsión de que la cifra ascenderá a 520.000 millones para 2025 (alrededor de un 15% del PIB, lo que equivale a unos 25.000 euros por hogar) desde que el canciller Helmut Kohl decidió emprender este camino a principios de los 90. Desde entonces, la decisión con la que se ha mantenido esta política independientemente de los partidos que han ido ocupando los sucesivos gobiernos ha convertido al modelo alemán en un ejemplo que rápidamente fue adoptado con entusiasmo por muchos otros, como España o Grecia.
No obstante, el hecho de que la transformación energética alemana sea imitada por sus socios europeos no significa que no haya sido una fuente interminable de problemas. En primer lugar, el progresivo abandono de la energía nuclear supone un fuerte coste para las arcas públicas, ya que los estados se han visto obligados a indemnizar a los empresarios del sector, muchos de los cuales habían firmado contratos de abastecimiento a muy largo plazo. Al mismo tiempo la pérdida de una de las fuentes de energía más baratas se ha traducido en un repunte de los precios de la electricidad.
Por otra parte, la instalación de una red eléctrica basada en fuentes renovables conlleva una enorme inversión en infraestructuras de transporte y almacenamiento de la electricidad, un aspecto al que quizás no se le ha dado la importancia que merece a la hora de analizar los costes de la transformación energética. El norte de Alemania y sus nuevas plantas de energía eólica son un claro ejemplo de ello: después de años de trabajos e inversiones millonarias el gobierno germano ha tenido que reconocer su fracaso al no poder asumir el coste de llevar la energía generada al resto del país.
Otro problema que afecta gravemente al sector es la incapacidad de las propias fuentes renovables para articular una alternativa eficiente a largo plazo frente a la competencia de los combustibles fósiles. El motivo es que el coste inicial de las instalaciones (al que se añade otro no menor ligado a las constantes actualizaciones a las que está sujeta una tecnología aún sumergida en un estado relativamente rudimentario) hace muy difícil para los inversores obtener rentabilidad, por lo cual las autoridades alemanas decidieron implantar un sistema de primas, es decir de sobreprecios que el Estado paga a los empresarios del sector. Como es natural, esta generosidad de los gobiernos es financiada por los sufridos contribuyentes alemanes, los cuales han visto duplicada su factura de la luz en los últimos 20 años.
Los países donde más han subido los precios son también los que han acelerado su transición energética en los últimos años
La gráfica superior puede ayudarnos a cuantificar estas afirmaciones. Como podemos observar, la multiplicidad de factores que influyen sobre el precio de la electricidad (tarifas reguladas, reservas propias de combustibles fósiles, cotización de la divisa, etc.) hace difícil establecer un parámetro claro entre el peso de las renovables y los precios de mercado. Esta dificultad nos permite concluir que no existe una correlación directa entre estas dos variables, pero tampoco podemos ignorar el hecho de que los países donde más han subido los precios son también los que han acelerado su transición energética en los últimos años (España, Alemania, Suecia, Bélgica, etc.). Todo ello nos puede llevar a la conclusión de que los problemas no provienen de las renovables en sí sino del modo en que se fomentan, no del modelo hacia el que nos dirigimos sino de la manera de implementarlo.
La contrapartida de todas estas objeciones podría ser quizás la convicción de que al menos se ha contribuido a mejorar el medio ambiente, pero lo cierto es que tampoco en este campo se han conseguido tantos avances como se anunciaban al inicio de la Energiewende. Si bien las emisiones de CO2 se han visto reducidas en el periodo 1990-2007, en los últimos 10 años se han mantenido constantes a pesar del creciente esfuerzo de toda la economía para financiar estas políticas. Esta falta de resultados es lo que ha llevado a una decepción cada vez mayor de los alemanes con respecto a lo conseguido, y quizás nos ayude a entender por qué ya en las elecciones federales de 2017 hubiera partidos que propusieran abandonar la Energiewende, algo nunca visto desde los años 90.
El caso español
La experiencia española también es muy significativa en este sentido. Como hemos observado en la primera gráfica, el aumento de la producción eléctrica de fuentes renovables tendría que haberse traducido en una menor dependencia con respecto a la importación de combustibles fósiles y por tanto en una caída de los precios, pero ha ocurrido precisamente lo contrario: lejos de reducirse, los precios se han disparado y se encuentran ya entre los más altos de Europa.
Es cierto que el sector eléctrico español sigue fuertemente intervenido y que existen múltiples factores que también pueden presionar al alza los precios, siendo el principal la existencia de tarifas reguladas destinadas a financiar decisiones exclusivamente políticas como los subsidios a la minería del carbón o la moratoria de las centrales nucleares. De la misma manera, las trabas impuestas por los sucesivos gobiernos al autoconsumo (el conocido «impuesto al sol», las barreras a la comercialización de las baterías Tesla, etc.) han logrado encerrar al mercado en una situación de oligopolio, frenando así la apertura a la libre competencia.
De haberse evitado esta política se hubiera podido rellenar casi una vez y media la hucha de las pensiones y se cubriría un tercio del déficit de la Seguridad Social.
Por otra parte, como podemos observar en la gráfica el sistema de primas pagadas a las renovables copiado de Alemania también ha supuesto un enorme esfuerzo para el erario público español. Si bien el gasto anual parece haberse moderado desde la reforma energética de 2013, el acumulado desde 1998 presenta unas cifras realmente escalofriantes: 88.000 millones de euros en 20 años, lo cual equivale a un 7,1% del PIB o a un coste de 1.890 euros por contribuyente. Como referencia basta recordar que, de haberse evitado esta política, se hubiera podido rellenar casi una vez y media la hucha de las pensiones (que llegó a tener unos 63.000 millones en su punto máximo) y se podría cubrir un tercio del actual déficit de la Seguridad Social.
Los casos español y alemán demuestran las carencias de un modelo de transformación energética que se ha intentado imponer desde los respectivos gobiernos ignorando deliberadamente la situación de los mercados. El resultado, como no podía ser de otra manera, ha sido una profunda distorsión de las condiciones de competencia donde la rentabilidad de los empresarios no depende de su capacidad para llevar adelante proyectos viables sino de la medida en que gozan del favor del gobierno de turno. De esta manera vemos a sectores como el diésel ser penalizados con impuestos a pesar de proveer una fuente de energía relativamente barata, mientras se pagan sobreprecios y se conceden incentivos fiscales para potenciar artificialmente a competidores menos eficientes como las renovables. Los datos avalan esta afirmación: según un informe de la Asociación Empresarial Eólica en 2017, la reforma energética española de 2013 (que había moderado las primas pagadas a los productores) se tradujo en una reducción del 97,5% de la potencia instalada en el periodo 2014-2017 con respecto al trienio anterior, lo que demuestra el nivel de dependencia del sector hacia los incentivos gubernamentales.
Se forma así un círculo vicioso donde la regulación estatal altera el funcionamiento normal de los mercados, lo cual reduce la competitividad de las empresas y presiona al alza los precios. Al mismo tiempo, los incentivos concedidos arbitrariamente van desplazando de forma gradual a los agentes desde los sectores más productivos y castigados hacia los más ineficientes y protegidos con la única intención de beneficiarse del sistema, lo cual incrementa todavía más el número de beneficiarios y da lugar a un aumento siempre creciente de los costes. Esto explica por qué los usuarios alemanes y españoles pagan los recibos de luz más altos de Europa, a cambio del dudoso alivio para su conciencia de que esto de alguna manera contribuye a proteger el medio ambiente.
Economías más verdes, pero más desiguales
No es la primera vez que la humanidad se enfrenta a la transformación energética, pero sí la primera vez que pretende imponerse por decreto
Otro aspecto ciertamente polémico de la transformación energética siguiendo el modelo alemán es que tiene un impacto negativo sobre las desigualdades sociales. En este sentido es necesario aclarar que, si bien el mensaje de los medios de comunicación nos presenta a diario la imagen de un modelo basado en combustibles fósiles que sólo beneficia a las grandes multinacionales, la realidad es precisamente la contraria: son los individuos de renta más baja quienes gastan una proporción mayor de sus ingresos en el suministro energético, y por tanto en términos relativos los más castigados por las renovables (en la medida en que éstas provocan aumentos en los precios de la luz que consumen los hogares). Todo ello sin tener en cuenta que una electricidad más cara reduce la competitividad de las empresas (especialmente en el sector industrial), frenando así la creación de empleo y añadiendo un obstáculo más al ya difícil camino que tienen por delante quienes luchan por salir del paro. Por el contrario, los individuos de renta más elevada se han visto ampliamente beneficiados, ya que ellos sí poseen el capital suficiente para invertir en renovables, entrar en el sistema y disfrutar de las subvenciones que tan generosamente se reparten con el dinero de los pobres y de la clase media.
Lo cierto es que independientemente de las objeciones que se puedan plantear y de las consecuencias sobre la economía y la sociedad, las energías renovables continúan registrando un avance imparable en la mayor parte del mundo, y son pocos los gobiernos que no otorgan todas las facilidades a su alcance para sumarse a esta carrera. El optimismo sigue siendo generalizado, y quizás se ha visto reforzado por recientes estudios que prevén que para 2020 estas fuentes de suministro serán más baratas que los combustibles fósiles. Hoy parece poco prudente comprometer tantos recursos a largo plazo confiando en tan poca evidencia empírica, pero el problema es que incluso si estas previsiones se cumplen el coste asumido habrá sido enorme. El déficit y la deuda generados, las distorsiones en el mercado, la creación de sectores económicos completamente dependientes de las subvenciones públicas y la pérdida de poder adquisitivo de los consumidores puede llegar a ser una factura demasiado elevada, y quizás en algunos casos debería replantearse si realmente compensa a la sociedad pagar ese precio.
En cualquier caso estas dudas no giran en torno a la conveniencia de buscar fuentes de energía más limpias, ya que la reducción de la contaminación es un punto donde difícilmente no puede existir un consenso generalizado. Las objeciones por tanto no se dirigen al objetivo de un modelo energético más sostenible sino a los medios empleados para alcanzarlo. No es la primera vez que la humanidad se enfrenta al reto de la transformación energética (ya hemos pasado de la tracción animal al carbón, luego al petróleo y finalmente a la electricidad) pero sí la primera vez que un proceso de este tipo pretende imponerse por decreto. Olvidamos quizás que en ocasiones anteriores la transformación vino de la mano de empresarios que encontraron en fuentes de energía más eficientes una oportunidad inmejorable para ganar en productividad y así ser más competitivos en el mercado, y nunca por decisiones políticas influidas por criterios totalmente ajenos a la economía. Tal vez eso nos ayude a entender por qué nuestra productividad lleva tantos años estancada a pesar de tener economías más verdes, y con un poco de suerte nos haga replantearnos si no sería mejor empezar a apoyar las buenas ideas, en lugar de proyectos improductivos que sólo sirven para ganar votos.