El pasado 22 marzo se celebraba en las principales capitales del mundo a instancias de la ONU el Día Mundial del Agua, cuyo objetivo principal era impulsar el acceso al agua para todos los habitantes de nuestro planeta, como uno de los pilares de la Agenda 2030 que abandera la organización mundial.
En el plano económico, no han faltado tampoco los mensajes contra la privatización del agua, en la medida en que las empresas obtienen beneficios de una necesidad vital humana.
No obstante, la realidad de privatizar el agua es bastante más compleja que la mayoría de eslóganes a los que nos tienen acostumbrados los medios de comunicación, y se requiere un análisis más profundo para sacar conclusiones fiables sobre el tema. En este artículo analizaremos las ventajas y desventajas de la privatización del agua, repasando también una breve historia tanto de sus éxitos como de sus fracasos.
¿Un bien o un derecho?
En primer lugar debemos recordar que, si no existen grandes objeciones a la comercialización privada de la mayor parte de bienes y servicios, la dificultad de privatizar el agua consiste en que las Naciones Unidas la han definido como un derecho humano. Así, la mayor parte de las personas entiende que se trata de un bien del que nadie debería estar desprovisto.
Este hecho podría ser a priori una objeción a la privatización del agua, pero ¿qué podemos decir de otras necesidades básicas también catalogadas como derechos ciudadanos? ¿No demuestra la experiencia económica que la gestión privada de mercados como el laboral o el inmobiliario han mejorado el acceso al trabajo o a la vivienda, respectivamente? ¿No reconocemos la propiedad privada de algo tan básico como los alimentos, lo cual no excluye que existan iniciativas de caridad o asistencia social para asegurar la alimentación de quienes no pueden pagarla?
El verdadero obstáculo es un nivel de inversión insuficiente en las infraestructuras necesarias para la extracción, purificación y transporte del agua a todos los hogares de un país
La cuestión de la privatización del agua, por tanto, no debería limitarse a una falsa incompatibilidad entre su condición de derecho humano o de bien que pueda negociarse en los mercados. Como ya hemos visto, existen derechos cuyo acceso se gestiona en primer lugar a través de los mercados, y que sólo en casos de extrema necesidad el Estado asegura como proveedor de última instancia.
De hecho, la experiencia económica demuestra que el acceso a estos bienes puede llegar a ser más universal y de mejor calidad allí donde se articula en mercados libres que donde se planifica en las oficinas de la administración pública: pensemos en la vida de los agricultores en Estados Unidos, y comparemos con las hambrunas sufridas por los campesinos en la Unión Soviética. La gestión pública, por tanto, no garantiza necesariamente un suministro universal de bienes básicos con estándares de calidad.
En el caso del agua, hoy también podemos encontrar países que sufren serias dificultades para abastecer a su población de un consumo estable y limpio. Algunos analistas justifican esta escasez por la falta de recursos hídricos, pero en el mundo actual este motivo ya no es válido: no sólo la mayor parte de los países cuentan con esos recursos (el problema suele radicar en la falta de medios para tratarlos y transportarlos) sino que incluso careciendo de ellos existen tecnologías que ofrecen alternativas como la potabilización del agua marina (a la que recurren de manera casi exclusiva, por ejemplo, países como Qatar o Emiratos Árabes).
Podemos concluir por tanto que el verdadero obstáculo es un nivel de inversión insuficiente en las infraestructuras necesarias para la extracción, purificación y transporte del agua a todos los hogares de un país.
Gestión pública y privada
En este sentido, los partidarios de la gestión pública del agua argumentan que bajo esta modalidad el objetivo no sería la obtención de beneficios sino factores no económicos como el acceso universal o el aumento de la calidad del suministro. Adicionalmente, defienden que de esta manera la explotación de los recursos hídricos será más moderada (al tener en cuenta también criterios medioambientales) y que las ganancias de la actividad beneficiarán al conjunto de la sociedad ya que pasarán a las arcas públicas. También suponen que al estar sus responsables obligados a responder a la ciudadanía en las urnas, la gestión será más honesta y transparente.
No obstante, los partidarios de la propiedad pública del agua suelen apoyarse más en los fracasos de la gestión privada que en sus propios éxitos. Uno de los casos más paradigmáticos en este sentido es el de la llamada Guerra del Agua en Cochabamba (Bolivia), donde la privatización del suministro hídrico en el año 2000 dio lugar a un estado de intenso malestar social al suponer un incremento del 35% en los precios al consumidor. El conflicto se resolvió con la retirada de la empresa comercializadora y el traspaso de la gestión a manos municipales, lo cual no ha impedido que aún hoy el servicio siga siendo deficiente y no se haya alcanzado el objetivo del acceso universal. Una ola de insatisfacción similar (aunque afortunadamente no expresada por cauces violentos) también parece haberse adueñado de numerosas ciudades europeas, con más de 200 corporaciones municipales del Viejo Continente apropiándose del control del suministro de agua local en la última década.
¿Y los casos que deciden privatizar el agua?
Por el contrario, los partidarios de la privatización del agua argumentan que la libre competencia facilita una gestión más eficiente y permite la formación de precios basados en criterios de oferta y demanda, un elemento fundamental para racionalizar el consumo y poder analizar las inversiones en el sector desde la perspectiva de coste-beneficio (lo que impediría el derroche de recursos y la toma de decisiones guiadas por intereses políticos). De la misma manera rechazan la idea de que la gestión pública es más transparente, algo que podemos comprobar con relativa facilidad al ver la cantidad de casos de corrupción ligados a las empresas que gestiona la clase política.
La historia económica reciente también cuenta con abundantes éxitos de la gestión privada del agua. El caso más claro posiblemente sea el del Reino Unido, cuya privatización en 1989 dio lugar a un aumento exponencial en la inversión (17.000 millones de libras en los primeros 6 años, con respecto a los 9.300 millones del periodo anterior) y a un mejor suministro con agua más saludable, menos interrupciones en el servicio e infraestructuras más modernas, a cambio de un aumento inicial en las tarifas. También podemos encontrar otras historias de éxito en la ciudad de Manila (Filipinas) e incluso en La Habana (Cuba), donde la privatización del suministro de agua permitió no solamente universalizar su acceso, sino también mejorar su calidad.
¿A favor o en contra de privatizar el agua?
La gran variedad de experiencias al respecto hace difícil sacar conclusiones directas, pero es importante conocer los resultados obtenidos por cada modalidad de gestión para evitar caer en las consignas fáciles que tanto suelen abundar en los discursos de los políticos al respecto.
De esta manera, podremos abordar de forma mucho más racional un debate que lleva presente en nuestra sociedad desde hace décadas, y que además de las cuestiones morales y filosóficas debería tenerse en cuenta el aspecto económico. Es decir, encontrar la fórmula que nos permita gestionar un recurso escaso y esencial para nuestras vidas de la manera más eficiente y equitativa posible.