El pasado 25 de mayo los ministros de Finanzas de la eurozona acordaban desbloquear un nuevo tramo de 10.300 millones de euros del tercer rescate de Grecia, ofreciendo además al país heleno la posibilidad de negociar una quita en 2018. Esta noticia se produce en el contexto de un nuevo paquete de medidas de austeridad puestas en marcha por el ejecutivo griego, que incluyen subidas de impuestos, privatizaciones y recortes de pensiones.
Las medidas tomadas por el Gobierno siguen así la tendencia marcada desde 2010, basada en las directrices de la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional (grupo también conocido como “Troika”). Según sus recomendaciones el déficit griego era insostenible (en 2009 llegó al 13,6% del PIB), lo que obligaba a reducir drásticamente el gasto público para garantizar el pago de la deuda. Esto aliviaría las necesidades de financiación del Estado y facilitaría el acceso al crédito por parte de las empresas, lo que a largo plazo volvería a generar crecimiento y empleo.
Según este punto de vista la experiencia europea avalaría este modelo de crecimiento: el país que abanderó las políticas de austeridad, Alemania, consiguió reducir su endeudamiento y gracias a ello ha logrado crear empleo y seguir creciendo. Otros países, con un crecimiento más basado en la deuda (como Italia y España) no solo no han conseguido recuperarse de la crisis sino que a acabaron viéndose obligados a continuos recortes ya que incumplen sistemáticamente sus objetivos de déficit. De esta manera, la evolución de la economía europea desde 2007 podría confirmar la máxima establecida en 1992 por el Tratado de Maastricht, que afirma que una deuda pública superior al 60% del PIB supone un freno al crecimiento.
Sin embargo, el camino no ha sido nada fácil: los recortes pronto se mostraron insuficientes para contener el déficit, la desconfianza de los inversores disparó el coste de la deuda griega y el Gobierno se vio obligado a solicitar un programa de financiación adicional a la Troika. Es así como Grecia recibió tres rescates (2010, 2011 y 2015) en solo seis años por un total de 323 mil millones de euros, el 133,6% de su PIB anual. De todos ellos el más polémico fue el de 2015, ya que el nuevo gobierno de Alexis Tzipras había declarado su intención de abandonar las políticas fiscales restrictivas que acompañaban cada rescate, siendo obligado a retractarse posteriormente.
Lo cierto (más allá de los programas electorales) es que los recortes del gasto público y las subidas de impuestos han sido una constante en los últimos años, sin que eso haya conseguido sanear completamente las arcas públicas griegas. Más bien al contrario, han sido necesarios tres rescates y con el resultado de más desempleo y menos crecimiento. Algunos economistas no dudan en calificar las políticas adoptadas de “austericidio”: según su punto de vista, los sucesivos recortes reducen la demanda agregada de la economía y desestimulan la actividad económica, lo cual a su vez ralentiza el crecimiento. El resultado sería una menor recaudación fiscal, lo que obligaría a mayores recortes que alimentarían el círculo vicioso. En consecuencia, según los detractores del “austericidio” la única salida posible sería una política fiscal expansiva (principalmente a través del gasto) que estimule el crecimiento aumentando la demanda agregada. De esta forma se incrementaría la producción, se crearía empleo y los ingresos del Estado aumentarían sin necesidad de subir los impuestos.
Este punto de vista, no obstante, da por supuesto el efecto positivo de las políticas fiscales expansivas sobre una economía abierta, algo que tanto la teoría económica como la experiencia de esta crisis (siendo Venezuela el caso más paradigmático) cuestionan profundamente. Por otra parte, los defensores de potenciar el gasto público no parecen haber llegado a un acuerdo sobre la financiación de sus políticas: hay partidarios de aumentar el endeudamiento (pidiendo al mismo tiempo una quita a los acreedores), de subir los impuestos y hasta incluso de monetizar el déficit. Las dos primeras opciones son las más populares, dada la inestabilidad que suelen provocar los aumentos masivos de la oferta monetaria. No obstante también hay discusiones sobre la factibilidad de conseguir una quita mientras el país sigue en déficit y sobre el freno que una mayor presión fiscal podría suponer para el crecimiento.
En cualquier caso la cuestión más importante sigue siendo la capacidad del país para afrontar el pago de su deuda pública, que en 2015 llegaba al 176,9% del PIB. El problema es que en los últimos años la profunda crisis del país y la insuficiencia de las reformas obligaban a que se pidieran rescates para devolver la deuda contraída en los rescates anteriores, alimentando un círculo vicioso de endeudamiento. Por otra parte, si una deuda que llega al 176,9% del PIB ya es difícil de garantizar, el cálculo no deja de ser orientativo ya que el Estado no cuenta con todo el PIB para hacer frente a su pago. Si tomáramos como base los recursos con los que el gobierno griego realmente cuenta, la deuda supondría el 367,88% de los ingresos públicos anuales.
El debate ha generado grandes diferencias de opinión entre los economistas, como una prolongación de la vieja división entre los defensores de la política monetaria y de la fiscal. Mientras tanto, la economía griega continúa adoleciendo de los mismos males que ya la afligían antes de la crisis: un modelo productivo muy poco tecnificado, aún basado en buena medida en el sector primario y todavía dependiente de un complejo sistema de subvenciones y deducciones fiscales. Esto, unido a una productividad por debajo de la media europea, se traduce en una economía con muy poca capacidad para generar valor añadido, lo cual da lugar a tres déficits: público (debido al desfase entre gastos e ingresos del Estado, agravado por índices alarmantes de fraude fiscal), comercial (ya que la baja competitividad hace que el país importe mucho más de lo que exporta) y de financiación (porque al crear poca riqueza el nivel de ahorro también es bajo). El resultado de la combinación de estos factores es, naturalmente, una tendencia crónica al endeudamiento exterior, que se convierte en la única forma de financiar los gastos del Estado, las importaciones y la inversión en el país, mientras se debate únicamente sobre ajustes presupuestarios.
Hoy, el acuerdo entre defensores y detractores de la austeridad aún parece lejos. Mientras unos señalan el saneamiento de las arcas públicas como condición esencial para la recuperación de la economía, otros acusan al “austericidio” de la recesión y el desempleo. En cierto sentido, es posible que los dos tengan razón: tal vez sea tan irresponsable hacer ajustes sobre una economía ya de por sí debilitada como prolongar artificialmente un modelo productivo agotado. Tal vez el verdadero austericidio es discutir si hay que «apretarse el cinturón» en lugar de modernizar la economía.