La Revolución Agrícola tuvo lugar en el siglo XVIII y fue decisiva para el éxito de la Revolución Industrial. Hoy, mientras la economía avanza hacia la digitalización y la robotización del trabajo, la agricultura destaca de manera especial por su proceso de expansión sin precedentes desde finales del siglo pasado. Analizamos sus causas y consecuencias.
El pasado 22 de febrero la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) publicaba un informe sobre el estado actual de la agricultura. En él se enumeraban los logros conseguidos hasta la fecha, así como los retos del sector en el futuro. Sin embargo, las dudas sobre el rumbo de la agricultura en las próximas décadas solo pueden entenderse si partimos de un análisis previo de su modelo de crecimiento actual.
En este sentido, hoy parece incuestionable en todo el mundo que el sector primario, y en especial la agricultura, ha experimentado una auténtica revolución productiva. De esta manera, las últimas décadas han presenciado un aumento exponencial de la producción agrícola en todo el mundo, lo cual en la mayoría de los casos ha acabado por mejorar la calidad de vida de la población. Y en muchos lugares está surgiendo un pequeño retorno de población al campo, a pesar de que la tendencia mundial siga siendo el aumento de la población que vive en ciudades.
Estos cambios pueden explicarse por diversos factores, pero dos de ellos son especialmente relevantes: los avances técnicos y el comercio internacional. Con respecto al primer punto es evidente a los ojos de cualquier economista que los adelantos tecnológicos han jugado un papel esencial a la hora de elevar la productividad agrícola por hectárea y hora trabajada, aumentando de esta manera la producción total. Un claro ejemplo son las tareas de recolección de frutas, que en algunas zonas del norte de Europa ya se encuentran plenamente robotizadas y han demostrado ser más eficientes que la recolección manual. Desde el punto de vista de los cultivos, también se han perfeccionado los fertilizantes y pesticidas (además del desarrollo de los siempre polémicos transgénicos), aumentando así la durabilidad de los productos.
Por otra parte, es importante también señalar un proceso de creciente difusión de las tecnologías a países que hasta hace algunas décadas apenas disponían de ellas: es el caso, por ejemplo, de China y otras economías emergentes, que han ido reemplazando los arados tradicionales por tractores, trilladoras y sembradoras. Por último, en los últimos años se han desarrollado nuevas técnicas de cultivo (como los métodos hidropónicos y aeropónicos) que maximizan la producción y la calidad minimizando la superficie cultivada y el consumo de agua.
La cuestión de la apertura de los mercados internacionales es más polémica, ya que la liberalización comercial de la agricultura parece haber beneficiado a muchos países, pero también perjudicado a otros. Aunque es cierto que en algunos casos las economías más cerradas y menos competitivas han sufrido duros procesos de ajuste en su sector agrícola como causa de este fenómeno (como ha ocurrido con los cerealeros mejicanos después de la firma del NAFTA), es innegable que la apertura comercial en la mayoría de los casos ha mejorado el acceso a los productos alimentarios. Por otra parte, los defensores del libre comercio también argumentan que la progresiva globalización de los mercados agrícolas ha acentuado la especialización de cada país en sus cultivos más productivos, lo que ha estimulado el aumento de la producción.
Los datos, efectivamente, muestran un aumento muy significativo de la producción agrícola desde los años 90, con un crecimiento acumulado del 71% en 15 años (un 4,8% anual). Esta tendencia contrasta con el estancamiento de la superficie cultivada, que solamente ha aumentado un 1,4% en el mismo periodo. La mano de obra agrícola tampoco parece haberse incrementado mucho más: apenas un 10,9%. Sin embargo, el consumo de capital fijo empleado en la agricultura sí ha crecido exponencialmente, llegando casi a duplicarse con respecto a 1990. Estos datos demuestran que, como sostienen numerosos economistas, el aumento de la producción agrícola en el mundo se debe a un intenso proceso de tecnificación, el cual a su vez, como hemos comentado anteriormente, también va unido a la globalización de los mercados.
El aumento de la producción agrícola en el mundo se debe a un intenso proceso de tecnificación, el cual a su vez también va unido a la globalización de los mercados.
No obstante, también existen numerosas preocupaciones sobre la sostenibilidad del nuevo modelo productivo que poco a poco parece ir imponiéndose en el sector agrícola. Aunque la contaminación generada no parece especialmente preocupante (las emisiones de CO2 del sector apenas han aumentado un 15% desde 1990), el progresivo agotamiento de los recursos acuíferos podría suponer un problema más grave a largo plazo, especialmente si consideramos la presión de los nuevos cultivos de regadío, de una industria en crecimiento y de una población más numerosa sobre unas reservas limitadas.
Por otra parte, el uso de nuevos fertilizantes, pesticidas y aditivos, así como el desarrollo de los alimentos transgénicos, parece haber contribuido a maximizar la producción y prolongar la durabilidad de los productos, haciéndolos más accesibles a las familias con menor poder adquisitivo. Sin embargo, también han aumentado las dudas sobre su repercusión en la salud de los consumidores y en el medio ambiente, provocando numerosas polémicas sobre la regulación en materia alimentaria.
Desde una perspectiva regional, podemos afirmar sin dudas que el continente que lidera el crecimiento de la producción agrícola es Asia, precisamente el lugar del mundo donde han sido más relevantes los fenómenos que hemos comentado anteriormente: la utilización más intensiva del capital y la apertura a los mercados internacionales. Más relegados se encuentran América y África, mientras que Europa, con mercados fuertemente regulados, parece tener más problemas para aumentar la producción a pesar de sus avances técnicos.
Nuevamente, es el crecimiento de la producción asiática el que más alarmas ha levantado con respecto a la presión sobre los recursos acuíferos y la comercialización de productos cada vez menos naturales. Estos problemas, al menos a simple vista, podrían tener solución: la magnífica experiencia holandesa, por ejemplo, demuestra que se puede multiplicar la producción reduciendo drásticamente el consumo de agua, e incluso también la superficie cultivable. En cuanto a los cultivos transgénicos y al empleo de sustancias artificiales, la Unión Europea se encuentra desde hace años en un proceso de continua actualización de su marco regulatorio para garantizar la calidad de los alimentos consumidos en el Viejo Continente.
Sin embargo, las nuevas preocupaciones podrían no tener un impacto inmediato en los países que aún estén en pleno proceso de transformación agrícola, especialmente teniendo en cuenta que las soluciones de sostenibilidad suelen ser costosas y requieren una visión más a largo plazo. Por este motivo podemos decir que la revolución agrícola de los últimos 25 años parece haber cambiado radicalmente el panorama del sector: si en los años 90 el desafío era aumentar la producción para hacer frente a la presión demográfica, hoy es que ese crecimiento sea sostenible. Se trata, en resumen, de asegurar la alimentación de los ciudadanos de hoy, sin comprometer la de las generaciones futuras.