El 18 de septiembre de 2015 un informe de la Environment Protection Agency denunciaba la falsificación de los datos de emisiones de CO2 de los vehículos comercializados por el grupo Volkswagen en Estados Unidos. En los días siguientes a esta publicación las sospechas ya se extendían al resto de países donde el grupo empresarial desarrolla sus actividades y las acciones de la compañía se desplomaban en la bolsa de Frankfurt.
A este escándalo se le suma el protagonizado este mismo año por el Deutsche Bank por la manipulación de tipos de interés y las investigaciones a las que en los últimos años se ha visto sometida Siemens por presuntos sobornos. En este contexto parece que la credibilidad de los principales grupos empresariales alemanes está en duda, y no son pocos los que se preguntan si estos problemas son simplemente casos puntuales o más bien defectos de la propia economía germana.
Uno de los pilares básicos del crecimiento económico alemán desde finales del siglo XIX hasta nuestros días es el concepto de integración vertical, es decir, un mercado con pocos pero grandes grupos empresariales que controlan directamente todas o la mayor parte de las fases de producción del producto que venden a los consumidores. Si bien es cierto que Alemania ha sufrido cambios desde entonces (con una mayor apertura a la competencia extranjera y una tendencia creciente hacia la externalización de procesos), los principales rasgos de su modelo productivo se han mantenido hasta hoy.
En primer lugar, esto se traduce en holdings que acaparan las principales marcas de sus respectivos sectores, dedicados sobre todo a la producción de vehículos, maquinaria, equipos electrónicos y productos químicos. En segundo lugar, la actividad de estos grupos empresariales genera un doble efecto positivo sobre la economía: posee un poderoso efecto multiplicador sobre los demás sectores (es decir, los aprovisionamientos necesarios para la producción estimulan la actividad de sus proveedores) y su gran tamaño va acompañado del desarrollo de un sector bancario fuerte para financiar sus operaciones, sin contar con otros servicios auxiliares. A esto hay que sumarle la vocación exportadora de estas empresas, muchas de las cuales tienen una amplia implantación internacional, y cuya competitividad está basada más en la generación de valor añadido (es decir, en la innovación tecnológica y la diferenciación del producto) que en la reducción de costes de producción.
Tenemos así una idea aproximada de la estructura económica alemana: una economía oligopólica de grandes empresas, industriales y exportadoras, apoyadas por un sector financiero también oligopólico y por el desarrollo de nuevas tecnologías. Es así como Alemania había conseguido convertirse en 2013 en el segundo productor industrial del mundo (sólo por detrás de China), mientras que ese mismo año su sistema financiero era el tercer exportador de capitales en inversiones acumuladas (después de Estados Unidos y Reino Unido).
Este modelo productivo, junto a cuestiones como la responsabilidad política o la disciplina fiscal, ha hecho de Alemania uno de los países más prósperos de Europa en los siglos XX y XXI. Incluso el impacto de la crisis global en 2007 fue menor que en otros estados de la Unión Europea, sobre todo en términos de destrucción de empleo. Sin embargo, los últimos años han demostrado que la economía alemana, lejos de ser perfecta, tampoco está exenta de debilidades.
Posiblemente el mayor defecto del modelo productivo alemán sea, justamente, la excesiva dependencia de grandes grupos industriales y financieros como motores de inversión y empleo, además de ser los principales exportadores del país. Un escándalo en alguna de estas empresas, por lo tanto, puede tener un efecto mucho mayor sobre el conjunto de la economía. A esto hay que sumarle la rígida disciplina fiscal, que si bien tiene un efecto positivo sobre las finanzas del Estado a veces puede generar una dependencia excesiva de la inversión privada, la cual por naturaleza suele ser mucho más volátil que la pública.
En los últimos años se han sucedido algunos escándalos como el de los sobornos por parte de Siemens a las autoridades griegas en 2008 y brasileñas en 2011, así como el del Deutsche Bank en la manipulación del libor (tipo de interés de referencia en el mercado interbancario británico) en 2015. Pero sin duda el escándalo de mayores proporciones ha sido el de la falsificación de las emisiones de CO2 de los vehículos del grupo Volkswagen, tanto por el volumen de las posibles multas como por el peso de la compañía dentro de la economía alemana: se trata del grupo empresarial más grande de un país cuyo PIB está compuesto en un 40% por exportaciones, y el 20% de éstas (es decir, el 8% del PIB) pertenecen a la industria automotriz.
Además, según estudios de AXA IM la industria automovilística alemana tiene actualmente un efecto multiplicador de 1,6, lo que significa que por cada aumento o caída de la producción en ese sector el resto de la economía sufrirá un efecto amplificado un 60%. Las estimaciones del impacto del escándalo Volkswagen en el PIB germano van desde una caída del 0,1% en el crecimiento hasta las previsiones más pesimistas que elevan esta contracción hasta el 1,1%. Considerando que el gobierno alemán prevé un 1,7% de crecimiento para el conjunto de la economía en el año 2015, no se trata de un asunto de poca importancia.
La pregunta fundamental en esta serie de escándalos que han sacudido a las principales empresas alemanas no pasa tanto por los casos concretos sino por plantearse si éste es un problema que puede dañar el modelo productivo de Alemania a largo plazo. Hoy esta hipótesis parece más bien improbable, ya que se trata de una economía desarrollada y con un enorme potencial tanto en capital físico como humano, y con una capacidad innovadora demostrada a lo largo de las últimas décadas. A diferencia de otros países industriales (como China, India y los países del sudeste asiático), cuya estrategia se basa en la producción masiva a bajo coste, la industria alemana debe su éxito a la innovación tecnológica y a la calidad de sus productos. En un contexto así el verdadero problema probablemente esté en despejar las dudas sobre la fiabilidad de sus marcas para recuperar la confianza de los mercados, y no por cambiar un modelo productivo que hasta el momento ha dado grandes resultados.