Mientas Estados Unidos anuncia su intención de volver al proteccionismo, China, con la mirada puesta en el siglo XXI, se propone coger el testigo de la primera potencia económica mundial, impulsando entre otras cosas el comercio internacional. El gobierno chino ha anunciado un plan de inversiones estratégicas en todo el mundo por más de 500.000 millones de dólares. Analizamos los detalles del proyecto con sus ventajas y riesgos.
El pasado 14 de mayo los líderes de 29 países se reunieron en Pekín para participar en el Belt and Road Forum, evento promovido por el gobierno chino cuyo presidente, Xi Jinping, anunció la puesta en marcha de un plan de inversiones de alcance internacional, destinado a mejorar las comunicaciones en Asia y Europa. En el forum, más de 28 jefes de Estado aprobaron el nuevo megaproyecto OBOR, es decir, ‘One Belt, One Road’, aunque es más conocido como la Nueva Ruta de la Seda.
Este megaproyecto está dirigido especialmente al transporte ferroviario y marítimo y, supondría una inversión total de unos 500.000 millones de dólares aportados por las propias reservas chinas, diversos bancos y empresas públicas del país asiático y una gran variedad de inversores privados.
Los principales proyectos incluidos en el plan son un corredor comercial entre China y Pakistán (ampliando además el puerto de Gwadar), nuevas infraestructuras portuarias en Colombo (Sri Lanka), una conexión ferroviaria directa entre China y las principales capitales europeas y una mejor comunicación por tren entre países asiáticos, así como nuevos proyectos de transportes en Kenia, Etiopía y Yibuti.
En Europa destaca el proyecto para mejorar la vías del tren más largo del mundo, que une la ciudad china de Yiwu con Madrid, pasando por China, Kazajistán, Rusia, Bielorrusia, Polonia, Alemania, Francia y España. Además, se pretende mejorar tanto las rutas comerciales áreas como marítimas con las grandes ciudades europeas.
Los agentes públicos participantes en el proyecto serían el Fondo de la Ruta de la Seda (financiado por reservas estatales), el Banco Asiático de Inversión e Infraestructuras, la Corporación de Inversión de China, el Banco de Exportación-Importación de China y el Banco de Desarrollo de China, aunque la iniciativa anima a buscar también inversores privados que quieran sumarse al proyecto.
Las bondades de la Nueva Ruta de la Seda
De todos los beneficios de este nuevo proyecto el más importante será sin duda la mejora de la red de transportes en Europa y Asia, con el consiguiente aumento de la competitividad de las economías implicadas. En este sentido, es importante recordar que la ruta de transporte de mercancías más convencional entre China y sus socios europeos es el trayecto marítimo Shanghai-Rotterdam, que actualmente lleva unos 36 días, mientras que la ruta terrestre Chongqing-Duisburg (Alemania) puede recorrerse en solo 16. Por lo tanto, puede esperarse que una mejora de estas comunicaciones por vía ferroviaria suponga un importante ahorro en costes logísticos, lo que podría repercutir en una mayor competitividad de las exportaciones chinas.
Por otra parte, la diversificación de las vías comerciales entre Oriente y Occidente podría aliviar los riesgos estratégicos derivados de concentrar el transporte de mercancías en muy pocas rutas (como actualmente ocurre con el estrecho de Malaca), además de mejorar el acceso de muchos países subdesarrollados a los mercados internacionales. Todos estos factores podrían traducirse en un efecto multiplicador del comercio, facilitando la creación de economías de escala y la internacionalización de muchos procesos productivos.
Por último, las grandes inversiones proyectadas supondrían la creación de miles de puestos de trabajo y una fuerte inyección de capital en países cuyas tasas de crecimiento son aún insuficientes, mientras que sus empresas podrían beneficiarse de importantes contratos de licitación.
Riesgos del proyecto
Sin embargo, no son pocas las dudas que se plantean en torno a la viabilidad de la iniciativa china. En primer lugar, los pocos detalles aportados sobre la financiación privada generan incertidumbre sobre la capacidad del gobierno chino para atraer inversores que hasta hoy han mostrado poco interés en proyectos similares. En este sentido no ayuda el reciente historial de fracasos, como el puerto inacabado de Hambantota (que dejó al gobierno de Sri Lanka con una deuda de unos 8.000 millones de dólares, casi un 10% de su PIB), los últimos proyectos ferroviarios en Myanmar y Laos (ambos en proceso de renegociación de las deudas contraídas) y la conexión por tren de alta velocidad entre Belgrado y Budapest (actualmente sometida a una investigación de la UE por presuntas irregularidades en la concesión de licitaciones). Todos estos proyectos también prometieron movilizar grandes inversiones, crear miles de puestos de trabajo y mejorar la competitividad de las economías regionales, pero sus beneficios económicos acabaron siendo muchos más modestos de lo esperado y su resultado más visible fue un aumento insostenible de la deuda.
Existe además otro riesgo potencial sobre la viabilidad del proyecto, ligado al impacto de una mayor apertura comercial con China por parte de las economías regionales. Teniendo en cuenta que el principal objetivo es una mejora en la red de transportes, es lógico esperar la llegada de un mayor volumen de productos chinos (y con precios más competitivos) a los países implicados. Este aumento de la competencia quizás pueda tener un efecto menor en Europa (donde muchas industrias ya han sido deslocalizadas y las economías se dedican a actividades de mayor valor añadido), pero podría traer problemas a países que son competidores directos de China como India, cuyo gobierno ya ha expresado sus preocupaciones al respecto. Los potenciales riesgos irían ligados a una posible saturación de los mercados locales y a la destrucción del tejido industrial, reduciendo a largo plazo el poder adquisitivo de los mismos consumidores a los que se pretendía llegar.
¿Política exterior o necesidad económica?
Como es natural, si existen discrepancias sobre los beneficios económicos de la iniciativa, tampoco existe un acuerdo sobre su motivación. A este respecto quizás la lectura más convencional sea la intención de China de extender su influencia por el continente asiático, a la vez que refuerza sus vínculos con Europa. De esta manera, la revitalización de las rutas comerciales en la zona euroasiática sería una respuesta al fracaso del establecimiento de un área de libre comercio en el Pacífico y al giro proteccionista de EE. UU., lo cual permitiría un aumento del protagonismo de Pekín en detrimento de Washington (como demostraría el crecimiento y diversificación del comercio exterior chino en los últimos años). A estas consideraciones también podríamos añadir la necesidad de reducir los riesgos geopolíticos sobre la economía china gracias a la diversificación y control de sus propias rutas comerciales, algo esencial en una economía tan dependiente del comercio internacional.
Sin embargo, también existe una lectura más crítica de la Nueva Ruta de la Seda, y que ve en ella una simple huída hacia adelante. En publicaciones anteriores ya hemos comentado los éxitos obtenidos por la economía china en las últimas décadas, pero también hemos advertido acerca de las debilidades de un modelo en grave riesgo de morir de éxito. Recordemos: una economía pujante, basada en un modelo industrial-exportador que comienza a mostrar señales de agotamiento, como la dificultad para colocar sus stocks (consecuencia lógica de una enorme sobrecapacidad industrial), para resistir presiones inflacionistas y para reinvertir sus excedentes de capital. A los problemas mencionados se podría añadir el volumen del mercado de trabajo, que hace imprescindible mantener unas tasas de crecimiento elevadas (un mínimo del 7% anual) para contener el aumento del desempleo.
Según este punto de vista, nos encontraríamos sencillamente ante un modelo que estaría sufriendo sus propios excesos y que, ante la complejidad de las reformas requeridas, decide salvarlo exportándolo a otros países del entorno (lo cual va en línea con el crecimiento de las inversiones chinas en Asia, muy por encima del aumento del comercio en la zona). Dicho de otra manera, los costes sociales que implicaría una reducción de la capacidad productiva (es decir, de la oferta) hacen necesario equilibrar la economía a través de un aumento de la demanda, pero la relativa saturación del mercado interior obligaría a buscar nuevos consumidores en el exterior. Es así como los críticos con el proyecto señalan la paradoja de un país que anuncia un plan para aumentar sus exportaciones, poco después de poner en marcha un plan de reducción en la producción de sus principales industrias (el carbón y el acero) que supone la destrucción de medio millón de puestos de trabajo.
Es difícil asegurar el éxito o el fracaso de la Nueva Ruta de la Seda, así como su repercusión final sobre las relaciones económicas en Europa y Asia. Es innegable que la inversión en infraestructuras es una condición necesaria para el desarrollo económico y que una red de transportes eficiente genera un efecto multiplicador sobre el comercio, pero tampoco conviene olvidar el coste asociado a las grandes obras públicas que no tienen un impacto directo sobre la competitividad. Desgraciadamente en la historia económica podemos encontrar ejemplos de grandes éxitos y de rotundos fracasos, y ambas posibilidades parecen factibles para la Nueva Ruta de la Seda. Ésa es quizás la gran incógnita de este proyecto: si será un paso decisivo para potenciar las economías regionales, acompañada de una liberalización interna de la propia economía china, o si es solo un intento de prolongar un modelo que comienza a agotarse, exportando a sus vecinos sus propias luces y sombras.