India está viviendo un crecimiento superior al resto de países emergentes, pero la productividad en cambio, sigue siendo una de las debilidades de su actual modelo productivo, que junto a la mano de obra barata, provoca que la producción que aporta cada nuevo trabajador sea cada vez menor, cumpliendo la ley de rendimientos marginales decrecientes.
Hoy vemos en la India un país con un enorme potencial de crecimiento, con una población joven y dinámica pero viviendo aún en unas condiciones muy inferiores a las del mundo desarrollado, mientras se da la paradoja de que cada año las exportaciones crecen pero el déficit fiscal y la balanza comercial empeoran. Algunos se preguntarán cómo es posible que el crecimiento económico no sea capaz de garantizar por sí solo una mejora en la calidad de vida de la población. Y tal vez la respuesta se puede encontrar en la propia pregunta, ya que ésta omite por completo el papel del desarrollo económico en detrimento del crecimiento.
En términos macroeconómicos la evolución de la India es muy positiva. El mayor responsable de este crecimiento es sin duda el sector exterior, a través de dos vías: la terciarización y la deslocalización de empresas desde Europa y Estados Unidos. Ahora, no son pocos los que incluso comparan la situación actual con la del siglo XIX, cuando las fábricas inglesas se trasladaban a la India en busca de condiciones más competitivas, importando masivamente manufacturas británicas que por más competitivas arruinaron el tejido preindustrial indio y relegó al país a la pobreza.
Actualmente, los productos indios son más competitivos en precios que los ingleses. Sin embargo, mientras que la economía inglesa en el siglo XIX había llegado a ser más competitiva gracias a la Revolución Industrial, es decir, aumentando la productividad de los trabajadores y añadiendo valor añadido a los procesos productivos, la India del siglo XXI basa su competitividad en los salarios bajos. Esta política, que ciertamente permite reducir los costes de producción y por tanto los precios de venta, es totalmente ajena a la evolución de la productividad y del valor añadido, relativizando su competitividad. La prueba es que, mientras que hace doscientos años las manufacturas británicas se impusieron a las indias, hoy el intercambio (teóricamente más favorable a la India) no se ha traducido en la destrucción del tejido industrial de Inglaterra, sino que incluso ha aumentado el déficit comercial exterior indio.
Aún así es evidente que la productividad de la economía india ha aumentado en los últimos años, como demuestra la evolución del PIB desde finales de los 80. El salto, especialmente en los sectores de la industria (por los efectos de la deslocalización) y los servicios (terciarización), es espectacular: el output total de la economía es hoy un 325,98% superior al de 1991, con aumentos acumulados de 302,98% en el sector secundario y 495,78% en el terciario.
No ocurre lo mismo con la agricultura, cuyo crecimiento acumulado (101,15%) ha sido superior al de la población (46,07%) pero todavía permanece relativamente estancado. Prueba de ello es que el sector emplea un 56,5% de la población ocupada pero solo aporta un 20,2% del PIB, aún considerando que de los tres sectores es el menos beneficiado por la inversión extranjera. En una situación como ésta un economista malthusiano probablemente diría que la India sufre escasez de alimentos porque la producción agraria (aumentando de forma aritmética) crece más lentamente que la población (que lo hace de forma geométrica). Pero esta teoría hoy es difícilmente sostenible, ya que la mayor parte de los países desarrollados son importadores netos de alimentos y ello no ha reducido su bienestar.
La mano de obra barata ha provocado que los rendimientos marginales sean decrecientes
Tal vez el enfoque correcto para analizar el problema no sea macroeconómico sino microeconómico, es decir estudiando la dinámica empresarial india desde un punto de vista individual. Bajo esta óptica, vemos cómo los empresarios indios han contado con una mano de obra barata y abundante para aumentar la producción. En los sectores de la industria y los servicios esta aplicación intensiva del factor trabajo, más la inversión y los métodos de organización occidentales, parece haber obtenido buenos resultados, como demuestra el salto en el output desde los 90.
Sin embargo, la evolución de la producción en estos sectores demuestra que el crecimiento se ha moderado en los últimos años, lo que nos lleva a la misma conclusión que señala la ley de rendimientos marginales decrecientes: la acumulación de mano de obra aumenta la producción total, pero con el tiempo el producto obtenido por cada trabajador incorporado será cada vez menor. Es decir que una vez pasado el efecto de las inversiones sobre la productividad (el «salto» al que se ha hecho referencia antes), ésta ralentizará su crecimiento y finalmente comenzará a descender. El sector agrícola indio es el mejor ejemplo, con un output que crece por debajo de la mano de obra empleada.
Por otra parte, las consecuencias para la población de la ley de rendimientos decrecientes son muy perjudiciales. En primer lugar porque la productividad está directamente ligada a los salarios, lo que implica que la renta de los trabajadores solamente podrá mejorar si hay inversión en capital físico y humano. Pero el problema es que justamente la abundancia de mano de obra desincentiva la inversión, ya que el factor trabajo resulta para los empresarios mucho más barato que el factor capital.
Hoy la India se enfrenta al reto de aprovechar los beneficios obtenidos para reorientar su economía al aumento de la productividad, en lugar de consolidar el modelo de competitividad basado en los costes de producción. En las últimas décadas varios países asiáticos han seguido este camino: Japón en los 60, Corea y Taiwán en los 70, China a comienzos de este siglo. Todos ellos han acabado abandonándolo y concentrando sus esfuerzos en la productividad para alcanzar mayores niveles de bienestar. Solamente el tiempo dirá si la India seguirá su ejemplo.