El pasado martes 23 de febrero el INEGI anunciaba que la economía de México creció un 2,5% en 2015, una tasa superior a la de otros países del entorno como Estados Unidos (2,4%), Brasil (-3%) o Argentina (0,5%). No obstante, existen dos factores que podrían revertir esta tendencia positiva en 2016: la política monetaria estadounidense y el mercado del petróleo.
Es importante comenzar este análisis sobre la economía mexicana resumiendo el cuadro macroeconómico: ocupando la 13º posición en el mundo por PIB, la economía mexicana es una de las más importantes del continente americano, cada vez va adquiriendo más importancia internacional. Según el FMI, en 2017, México será la primera economía de habla hispana en el mundo, superando por primera vez a España. Su condición de país “emergente” se traduce en un modelo productivo de transición hacia las economías desarrolladas, destacando en sectores como el petroquímico, automotriz, textil y turístico. Además, las exportaciones (sobre todo hacia Estados Unidos) suponen una parte muy significativa del PIB (32,7%), especialmente a partir de la firma del NAFTA en los años 90. Esta aportación creciente del sector exterior, unida a las reformas liberalizadoras introducidas en las últimas décadas, hacen de México una de las economías más libres del continente.
No obstante, el país todavía arrastra algunos indicadores de atraso económico, como la falta de infraestructura (ocupa el puesto 102 en el Infrastructure Development Index), o la fuerte dependencia (a pesar de contar con un sistema financiero estable) de capitales extranjeros para mantener los niveles necesarios de inversión. Otro dato negativo es la desigualdad social, que se mantiene a niveles todavía muy alejados de los propios de una economía desarrollada y que a su vez supone un importante freno al crecimiento. En cualquier caso, el cambio en el panorama económico mundial en los últimos años obliga a las autoridades mexicanas a tomar una decisión sobre el sentido y alcance de las reformas futuras, así como a revisar las ya existentes. En otras palabras, se trata de considerar hasta qué punto México necesita cambios estructurales para mantener su crecimiento a largo plazo.
La primera cuestión que debe ser tenida en cuenta a la hora de analizar la situación de la economía mexicana es la dependencia de las exportaciones como motor de crecimiento. Aunque este hecho no es en sí negativo (muchas economías con clara vocación exportadora, como Alemania o los Países Bajos, se encuentran entre las más prósperas del mundo), concentrar la mayor parte de las ventas exteriores en unos pocos países y sectores sí puede suponer un factor de volatilidad. El caso de México, donde el 88,3% de sus exportaciones van dirigidas a Estados Unidos, podría ser una constatación de este riesgo.
Por otra parte la evolución de la economía norteamericana en 2015 es muy compleja, por lo que su impacto sobre las exportaciones mexicanas se vuelve difícil de predecir: aunque la subida de tipos de interés que la Reserva Federal ha empezado a aplicar debería moderar el crecimiento interno y por tanto la demanda de productos mexicanos, también podría dar lugar a una apreciación del dólar, encareciéndolo con respecto al peso y fomentando las importaciones desde México.
Asimismo tampoco puede ignorarse el efecto que las subidas de tipos suelen tener sobre los mercados de capitales, actuando como foco de atracción para los inversores internacionales. En este sentido, las políticas de la Reserva Federal aumentarían el rendimiento de las inversiones en Estados Unidos y podrían provocar un movimiento de capitales hacia Estados Unidos, a menos que el Banco de México aumente también sus tipos de referencia (algo que hasta ahora no se ha descartado).
Otro factor de incertidumbre es el petróleo. El sector, que en 2011 llegó a constituir el 16,15% de las exportaciones mexicanas, sufrió severas transformaciones a lo largo de 2015, con abruptas caídas de precios impulsadas por una producción al alza y por una demanda mundial estancada. Para México, esta situación es aún más grave ya que su principal comprador (Estados Unidos) se encuentra cada día más cerca de la autosuficiencia energética y desde 2013 se ha convertido en exportador neto de petróleo, algo que no ocurría desde 1995. Esto significa que las importaciones de carburante se han visto reducidas en los últimos años, y las previsiones tampoco son optimistas al respecto.
Esta caída en los precios de la energía ha reducido los ingresos procedentes del sector petrolífero mexicano, fuertemente intervenido por el Estado a través de la empresa pública Pemex, a la vez que desincentiva una potencial reforma energética orientada a las renovables. Sin embargo, las tendencias en las exportaciones de México en la última década muestran una importante reducción (tanto absoluta como relativa) de la dependencia del petróleo, en detrimento de otros sectores como el automovilístico. Esta tendencia a la diversificación podría ser importante a largo plazo, en especial si el precio del crudo sigue sin recuperarse.
Por último, las finanzas públicas podrían convertirse en otro factor de inestabilidad. En los últimos años el desplome de los precios del petróleo se tradujo en una importante caída de los ingresos del Estado, ya que Pemex aporta alrededor de un tercio de éstos. Como consecuencia de estas restricciones el gobierno llevó a cabo recortes sobre el gasto público (el 0,7% del PIB en 2015) y ha anunciado ajustes adicionales para este año de un 0,8% del PIB, en un intento de adaptar la estructura del sector público a la nueva coyuntura macroeconómica. Sin embargo, todavía no es posible descartar que estos recortes tengan un impacto negativo sobre el crecimiento, y agraven aún más problemas como la desigualdad social o la falta de infraestructuras. Por otra parte, una reducción del déficit fiscal sí aliviaría la carga de la deuda pública y facilitaría la financiación del sector privado, lo cual suele ser esencial para impulsar el crecimiento en tiempos de políticas fiscales restrictivas.
En conclusión podemos decir que la economía mexicana, al ser una de las más dependientes del sector exterior, está siendo seriamente afectada por dos factores externos: el mercado del petróleo y la política monetaria estadounidense. Los datos muestran que, más allá del posible aplazamiento de la reforma energética y del deterioro de la situación de Pemex (con la consiguiente reducción de ingresos fiscales), el sector privado mexicano parece haber sido lo suficientemente flexible como para adaptarse a la nueva coyuntura y compensar la caída del petróleo con el crecimiento en otros sectores como el automovilístico. Desgraciadamente no puede decirse lo mismo del sector público, que sigue sufriendo el deterioro de las cuentas de Pemex y cuya reforma es aún una tarea pendiente.
En cuanto a la política de la Fed, existen dos caminos para el Banco de México: aumentar los tipos de interés de forma coordinada con Estados Unidos, asegurando los niveles de inversión en el país pero al mismo tiempo ralentizando el crecimiento de la economía, o mantener los tipos bajos para permitir un encarecimiento del dólar que fomente las exportaciones mexicanas y reduzca el déficit comercial (a pesar de que eso agravaría la carga de la deuda externa y daría lugar a tensiones inflacionistas e incluso a fuga de capitales).
Se trata en definitiva de decidir entre potenciar el sector exportador o garantizar la estabilidad monetaria, de reducir el déficit comercial o el de capitales. Todo ello manteniendo la tendencia a la diversificación de los últimos años e intentando evitar que los recortes del gasto público afecten negativamente al crecimiento de la economía. No tendrían por qué ser reformas estructurales profundas, pero sí lo suficientemente serias como para que México pueda adaptarse a la nueva coyuntura económica mundial.