Los retos a los que se enfrentan las nuevas autoridades argentinas son muchos y de gran importancia. El resultado de las pasadas elecciones expresa la intención de los ciudadanos de rectificar el rumbo de la economía. ¿Cómo ha pasado la economía argentina de tasas de crecimiento altísimas a un estancamiento económico severo en los últimos 10 años? Vamos a realizar un análisis de los problemas acumulados durante los últimos años en Argentina.
El pasado 22 de enero el Fondo Monetario Internacional anunciaba su previsión de que la economía argentina se contraerá un 1% en 2016. Estos datos contradicen la proyección de crecimiento del 0.7% del Banco Mundial a principios de año, y confirman la tendencia a la desaceleración que muestran los datos al menos desde 2011. Sin embargo, no puede descartarse una futura revisión de las previsiones considerando el resultado de las elecciones de noviembre, que pusieron fin a 12 años de gobierno del Partido Justicialista, fuerza hegemónica en la política argentina de las últimas décadas.
El nuevo gobierno ha anunciado su voluntad de abordar una transformación económica radical, superando un modelo productivo (“de crecimiento con inclusión”, como lo definía el Ejecutivo anterior) que hace unos pocos años podía presumir de crecimientos de doble dígito en el PIB per cápita, un aumento significativo del consumo y la inversión y una tendencia continuada de creación de empleo. Fue en ese mismo modelo, no obstante, que también acabó estancando la economía y desatando la inflación. No son pocos los que intentan entender qué pudo haber fallado, y por qué en la campaña de 2015 hasta los candidatos oficialistas hablaban de la necesidad de rectificar el rumbo de la economía.
Las líneas principales de la política económica argentina comenzarían a marcarse en 2003, con un país todavía golpeado por la profunda crisis que había estallado dos años antes. Las acciones del gobierno reflejaron una clara apuesta por la intervención directa del Estado en la economía, potenciando el consumo y la inversión, reorganizando el caótico sistema monetario heredado y fomentando las exportaciones del sector agroganadero. Estas medidas, sumadas a una coyuntura internacional extremadamente favorable, permitieron volver al crecimiento, sanear las finanzas públicas, reducir el endeudamiento externo y crear empleo. El plan económico, a pesar de la fiabilidad siempre puesta en duda de las cifras oficiales, había conseguido la mayor parte de sus objetivos, hasta el punto de que el impacto de la crisis global de 2007 fue relativamente menor en Argentina que en otros países del entorno y aún en 2011 las reservas del Banco Central llegaban a máximos históricos. Sin embargo, pocos preveían que ese periodo de crecimiento iniciado en 2003 se hallaba en su punto de inflexión.
La mayor debilidad del sistema no sería económica, sino monetaria: con una inflación oficial siempre superior al crecimiento de la economía (y siempre inferior a la inflación real), una inestabilidad financiera creciente y una necesidad cada vez mayor de reservas en otras divisas, el gobierno recurrió en 2011 al cepo cambiario. Esta medida suponía la prohibición (salvo autorización estatal) para los agentes privados de realizar operaciones de compraventa de divisas, poniendo también trabas a las transferencias de dinero al extranjero. Aunque su finalidad era mantener la estabilidad de la moneda nacional (el peso) y prevenir la fuga de capitales, su aplicación no estuvo exenta de problemas. En primer lugar, porque puso trabas a todas las importaciones, las cuales no siempre pudieron sustituirse por productos nacionales, afectando especialmente a las grandes empresas y a la calidad de vida de las clases medias. En segundo lugar, ni siquiera el cepo fue capaz de detener la devaluación del peso (más del 100% entre 2011 y 2015) ni la pérdida de reservas (de 52.179 millones de dólares a 31.337 millones en el mismo periodo), así como la aparición de múltiples tipos de cambio peso-dólar según el sector económico y de un amplio mercado negro de divisas. Por último, las trabas a los movimientos de capital hacían al país muy poco atractivo a la inversión extranjera ya que las empresas que decidieron instalarse en Argentina no podían repatriar sus beneficios.
Para compensar la ausencia de agentes internacionales en la economía argentina, el gobierno decidió profundizar en la política económica del periodo 2003-2011. Esto se tradujo inmediatamente en un aumento del protagonismo del Estado con políticas fiscales expansivas (principalmente a través de programas de transferencias de renta, inversiones y subsidios a servicios básicos) con el fin de impulsar el consumo interno y la demanda agregada. Sin embargo la financiación de estas políticas (teniendo en cuenta que el cepo y la inseguridad jurídica redujeron notablemente el acceso a los mercados financieros internacionales) tuvo que recaer sobre un fuerte aumento de las retenciones a la exportación y sobre la monetización del déficit, es decir, confiando en la emisión de moneda para cubrir el desfase entre ingresos y gastos. La acción combinada de estos factores perjudicó gravemente a las empresas argentinas y disparó la inflación (que rozaría el 24% en 2014, según cifras oficiales, y el 38,53%, según estimaciones independientes), lo cual a su vez lastró el crecimiento (llegando a tasas casi nulas en los últimos dos años). Los controles de precios y los convenios salariales impulsados por el Gobierno, como respuesta al problema, no dieron los resultados esperados y tampoco consiguieron poner freno al deterioro de la calidad de vida de la población. La economía se encontró así en un estado de estancamiento acompañado de una inflación descontrolada, lo que en economía se conoce comúnmente como estanflación.
En este contexto es lógico preguntarse cómo es posible que se mantuviera durante años este círculo vicioso de déficit, inflación y desaceleración económica. Y la respuesta no es otra que el boom de la soja, ya que su exportación pasó a ser una de las mayores fuentes de divisas. Fue así como Argentina en pocos años se convirtió en un país fuertemente especializado (y a la vez dependiente) en el cultivo de soja, un producto con muy poco valor añadido y sujeto a unos precios de gran volatilidad, pero cuya demanda internacional estaba en máximos históricos. Dicho de otra forma, los desequilibrios macroeconómicos internos pudieron ser paliados, en mayor o menor medida, por los beneficios de un sector cuyo crecimiento exterior parecía no tener límites.
Pero si la exportación de soja supuso un bálsamo importante para mantener en marcha la economía, no fue suficiente para resolver todos sus problemas, ni siquiera en los mercados exteriores. En 2011 se inició un conflicto legal entre algunos acreedores extranjeros del gobierno argentino (los hold-outs o fondos buitre), que complicó aún más la financiación y situó al país en un default técnico, llegando de facto a una situación de impago selectivo.
A partir de ese año la economía argentina entró de lleno en la tendencia recesiva que llega hasta hoy. La inversión extranjera directa y el saldo comercial exterior (las dos principales fuentes de divisas) aún crecieron en 2012, pero desde entonces se han desplomado a una velocidad alarmante, al mismo ritmo al que se reducían las reservas del Banco Central. La producción de soja, fomentada directamente por el Estado, no pudo compensar la caída de los ingresos ni detener la devaluación del peso. Mientras tanto el cepo cambiario se endurecía cada vez más y el sistema monetario entraba en la confusión de un sistema financiero debilitado y tipos de cambio paralelos, tanto en el mercado negro como en el oficial.
Todo ello en un entorno de estancamiento económico y una inflación que redujo drásticamente el poder adquisitivo de los ciudadanos. Fue esta combinación de factores la que propició, en las elecciones presidenciales de noviembre de 2015, un cambio de signo político, después de 12 años de gobierno del Partido Justicialista. El principal reto del nuevo Gobierno es cambiar la dirección de la economía y poner rumbo hacia el crecimiento.
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