El pasado fin de semana el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, realizaba una visita protocolaria a Alemania para reunirse con la canciller Angela Merkel. Uno de los puntos más polémicos fue la cuestión del TTIP (Transatlantic Trade and Investment Partnership, o Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión), que apoyan ambos mandatarios. El avance de las negociaciones ha alertado a una parte de la opinión pública alemana, hasta el punto de organizar manifestaciones contra la visita del presidente Obama.
El acuerdo, actualmente negociado entre las autoridades de la Unión Europea y de Estados Unidos, supondría la creación de la mayor área de libre comercio del mundo, con la supresión de barreras arancelarias y no arancelarias (a excepción de algunos sectores protegidos) y una nueva regulación común en materia de inversiones, movilidad de capitales y circulación de personas. A lo largo de los últimos años el tratado ha sido objeto de un intenso debate, con tantos defensores como detractores: mientras que unos sostienen que la apertura de mercados beneficiaría a la economía, otros afirman que muchas empresas no podrían competir en las nuevas condiciones y se verían condenadas a desaparecer. Es en resumen el viejo dilema entre libre comercio y proteccionismo, en el contexto de la globalización del siglo XXI. En cualquier caso, es importante analizar las ventajas y desventajas del tratado a la luz de la teoría económica.
Antes de entrar en un análisis sectorial conviene tener en cuenta los dos factores que pueden hacer que un producto sea competitivo con respecto a los demás: un precio de venta más bajo o un valor añadido superior (lo cual puede lograrse a través de la calidad, la innovación y la diferenciación). Teniendo en cuenta que Estados Unidos y Europa cuentan con economías muy orientadas al valor añadido (y por tanto muy igualadas en este aspecto), podemos concluir que los precios jugarían un papel fundamental en la competencia entre los dos bloques.
El problema es que los precios de venta suelen estar condicionados por los costes de producción, y éstos son menores en Estados Unidos (con costes salariales, energéticos y de materias primas inferiores a los de Europa). Además, su economía es capaz de rentabilizar sus recursos humanos más eficientemente (como demuestran las cifras de productividad) y cuenta con una mayor capacidad de innovación (al invertir más recursos en I+D+i). Si a esto le sumamos el efecto del tipo de cambio, con un euro más fuerte con respecto al dólar, la consecuencia inevitable será que los productos europeos no podrán competir en costes con los norteamericanos.
Por sectores, es evidente que Estados Unidos cuenta indudablemente con una ventaja competitiva en áreas como las materias primas, la energía y los bienes industriales (tanto intermedios como finales), así como en los servicios no financieros exportables. Por otra parte, Europa podría salir favorecida del intercambio en sectores mucho más limitados como algunos productos alimenticios (vino, aceite, etc.) y artículos de lujo. En esta comparativa, no obstante, quedaría excluido el sector agroganadero por la fuerte distorsión de las subvenciones públicas sobre los precios, lo cual dificulta el cálculo de los costes reales de producción.
Ante esta comparativa la conclusión parece evidente a los ojos de cualquier economista: en el caso de firmarse el acuerdo de libre comercio, Estados Unidos tendría una fuerte ventaja en casi todos los sectores vía precios, mientras que Europa solamente podría recurrir a aquellos bienes cuya producción (muy ligada a la calidad y a la tradición) es difícilmente sustituible. Dicho de otra manera, Europa exportaría, por ejemplo, vinos con denominación de origen a Estados Unidos pero importaría desde el otro lado del Atlántico las botellas, los corchos y prácticamente cualquier otro tipo de insumo necesario para el proceso productivo. En ese contexto el crecimiento de los sectores favorecidos por el intercambio no sería capaz de compensar el declive del resto de la economía, y entonces podría decirse que el tratado generaría recesión y desempleo en Europa, con el efecto opuesto en Estados Unidos. Este punto de vista reforzaría la argumentación de los detractores del tratado, ya que justificaría en cierta medida el mantenimiento de medidas proteccionistas.
No obstante existe otra perspectiva más amplia que nos permitiría llegar a la conclusión contraria, es decir que el acuerdo favorecería a ambos firmantes. Como ya se ha comentado, en términos de ventaja absoluta un tratado de libre comercio acabaría beneficiando a Estados Unidos prácticamente en todos los sectores económicos, ya que sus costes de producción más bajos redundarían en una mayor competitividad. Sin embargo, en términos de ventaja comparativa podríamos concluir que al no disponer de recursos ilimitados y ver ampliados sus mercados, lo más beneficioso para Estados Unidos sería especializarse solamente en los sectores donde esa ventaja competitiva es mayor, mientras que Europa hará lo propio aunque esto suponga exportar bienes relativamente más caros que sus competidores al otro lado del Atlántico. Por lo tanto, según este enfoque el tratado de libre comercio no supondría una destrucción de empleo neto sino simplemente un trasvase de recursos hacia los sectores más competitivos de la economía.
De todas formas, bajo cualquiera de las dos perspectivas anteriores lo indudable es que el acuerdo reforzará la confluencia de precios de los factores de producción entre los dos bloques económicos. Es aquí donde aparece uno de los puntos más controvertidos del asunto, ya que el trabajo también es un factor de producción, y su precio es el salario. Teniendo en cuenta que los costes laborales europeos son superiores a los de Estados Unidos, podría llegarse a la conclusión de que el acuerdo provocaría una reducción de los salarios en Europa y tener así terribles consecuencias sociales en el Viejo Continente.
Sin embargo, este último punto de vista omite por completo el impacto de la productividad sobre los salarios. Es cierto que en la historia económica no faltan casos de países que al abrirse al libre comercio no han podido competir en precios y han visto destruido su tejido industrial (como Argentina en los 70). Pero no es menos cierto que otros, haciendo exactamente lo mismo (como los países escandinavos a principios de siglo, o la India en los 90), han logrado generar más empleo y riqueza. Algunos podrán preguntarse, ¿cómo es eso posible? ¿Hay leyes económicas distintas para cada país? Y tal vez el debate no debería centrarse en aceptar o rechazar el libre comercio, entre librecambistas y proteccionistas, como vemos en la mayoría de los medios. La verdadera disyuntiva, quizás, debería partir de la inevitabilidad del proceso de globalización económica, para plantearse cómo queremos realmente competir en el mundo: por precios o por valor añadido.