El pasado 4 de abril el Gobierno español comunicaba una caída del paro en 83.599 personas, llevando el número total de parados a 4.011.171 y la tasa de desempleo al 21%, después de un ligero repunte en el primer trimestre. Estos datos confirman la tendencia bajista del desempleo desde 2014, después de seis años de fuertes subidas. De esta forma la tasa de desempleo española se aleja de su punto máximo (27,16%) en abril de 2013 pero aún parece imposible volver al mínimo histórico de 7,95% en el segundo trimestre de 2007. Tenemos por tanto un índice de desempleo que ha subido rápidamente a causa de la recesión, pero que se reduce solo moderadamente cuando vuelve el crecimiento.
Este comportamiento nos permite deducir que el problema no es el paro coyuntural (es decir, aquél que solamente puede achacarse al ciclo económico) sino el estructural (consecuencia de desajustes entre el mercado de trabajo y el modelo productivo), mucho más difícil de erradicar. Por eso la verdadera pregunta que deberíamos hacernos es, ¿qué podemos hacer para combatir este tipo de desempleo?
Ante todo existe un aspecto nada desdeñable, especialmente en las regiones menos desarrolladas, que es la veracidad de las propias cifras del paro. Según la agencia Asempleo, en España existen alrededor de cuatro millones de puestos de trabajo en negro, la mayoría de los cuales están ocupados por personas oficialmente inactivas o desempleadas. Así, un mayor esfuerzo en la supervisión laboral permitiría una revisión a la baja de la tasa de desempleo y una mayor aproximación a las cifras reales.
No basta con reducir el desempleo coyuntural
Por otra parte es importante recordar que existe una relación demostrada por la ciencia económica entre productividad, salarios y empleo: los empresarios solamente contratarán a un trabajador si su aportación a la empresa (medida por la productividad) es superior al coste de mantenerlo (reflejado por su salario). De lo contrario no demandará empleo, ya que los costes salariales serían superiores al producto final de la empresa y la incorporación de más empleados solamente supondrá mayores pérdidas. Por lo tanto, una política económica que busque fortalecer la demanda de trabajo puede entenderse en dos sentidos: aumentar la productividad o reducir los costes salariales.
En España los responsables políticos de la última década parecen haber optado por la segunda vía, con dos reformas laborales (2010 y 2012) que dan una mayor flexibilidad a la negociación salarial en las empresas, pero que en la práctica se han traducido en una reducción de los salarios nominales. Es cierto, por una parte, que unos costes de contratación y despido más reducidos han conseguido crear empleo en los últimos años, aprovechando un contexto económico internacional favorable donde la depreciación del euro, la caída de los precios del petróleo y la recuperación económica de otros países han favorecido un auge de las exportaciones españolas. En términos generales, el Gobierno ha seguido una política de devaluación interna para mejorar la competitividad de los productos españoles en los mercados internacionales, reducir el déficit comercial exterior y crear empleo, con los resultados ya comentados anteriormente. El problema es que, como ha demostrado la experiencia económica a lo largo del siglo XX, las devaluaciones (internas o externas) a largo plazo solamente agravan los problemas que pretenden solucionar ya que acaban penalizando el consumo.
No obstante, esto no significa que una reducción de los costes salariales implique necesariamente una devaluación interna. Sin duda, éste es el camino por el que ha optado el Gobierno según recomendaciones de la Comisión Europea y de otros organismos internacionales. Sin embargo, estas sugerencias en general no fueron dirigidas a actuar sobre los salarios en sí sino sobre las cotizaciones sociales, algo que las autoridades españolas han omitido por completo. Es decir, que el peso del ajuste ha caído sobre la renta final de los ciudadanos (a través de las rentas del trabajo), en lugar de caer sobre el sector público. Si hubiera sido así, posiblemente podría haberse mantenido la creación de empleo (ya que los costes salariales totales habrían bajado igualmente) y la demanda interna sería lo suficientemente fuerte como para compensar el deterioro de las finanzas públicas y afianzar el crecimiento económico.
Estas políticas de empleo, no obstante, solamente podrían eliminar el paro coyuntural en el mejor de los casos, ya que el estructural difícilmente podrá resolverse actuando sobre los costes de contratación y omitiendo las graves deficiencias del modelo productivo. En este sentido adquiere una especial importancia el segundo factor de creación de empleo (la productividad), una de las grandes asignaturas pendientes de la economía española desde los años 60.
Reinventar los motores de crecimiento
Para empezar es importante señalar el papel del turismo y la construcción en las últimas décadas: aunque funcionaron como motores de crecimiento económico (y con un fuerte efecto multiplicador sobre el resto de la economía) hasta 2007, no es menos cierto que al orientarse a actividades de poco valor añadido (como el turismo de “sol y playa” y la construcción masiva de bloques de viviendas) generaron una gran demanda de trabajo no cualificado, lo cual tuvo efectos nocivos sobre la productividad y desincentivó la formación de los jóvenes (de hecho las regiones españolas con mayor abandono escolar son las más dependientes de estos sectores). El resultado es que ahora, nueve años después del comienzo de la crisis, hay cientos de miles de desempleados de la construcción y del turismo con muy baja cualificación, y por lo tanto con poca capacidad para trabajar en otras actividades.
La situación actual y la experiencia de los últimos años desaconsejan, evidentemente, volver a apostar por esta vieja fórmula para crear empleo. Esto no significa que los sectores que abanderaron el crecimiento hasta 2007 deben desaparecer, pero sí reinventarse: potenciando el turismo cultural interior, por ejemplo, se reduciría la exposición a la competencia extranjera y se impulsaría la construcción a través del desarrollo de infraestructuras de transporte y de rehabilitación de monumentos históricos. Todo ello demandando puestos de trabajo más cualificados y aumentando de forma general la productividad de la economía. Sería, en otras palabras, dejar de apostar solo por el modelo tradicional de “sol y playa” (es decir, un turismo masivo y barato, aprovechando las buenas condiciones meteorológicas, pero fácilmente replicable en otros países y con poco valor añadido) por otro más similar al de Escocia (país que apenas sobrepasa los 5 millones de habitantes, con condiciones naturales mucho menos atractivas al turismo y un patrimonio cultural también más modesto, y sin embargo receptor de 2,7 millones de visitantes cada año).
Facilitar la creación de empresas
En cualquier caso también deberían emprenderse reformas más profundas, encaminadas a facilitar la expansión del sector privado: medidas de apoyo real al emprendimiento, con una reducción de trabas burocráticas y de cargas fiscales (España actualmente ocupa el puesto número 81 en el ranking mundial de facilidad para poner en marcha una empresa, según el Banco Mundial), que darían más espacio a la iniciativa privada y a un mejor aprovechamiento de las oportunidades que ofrece el mercado. De esta manera la economía podría diversificarse y se aliviaría la tradicional dependencia del mercado de trabajo español de las grandes multinacionales y del sector público.
Incentivar la competencia y la innovación en todos los sectores
Adicionalmente también se podría actuar sobre sectores fuertemente regulados (el eléctrico, las telecomunicaciones, el transporte ferroviario, etc.) donde hoy la falta de competencia desincentiva la innovación y por tanto lastra la productividad. Tal vez los efectos de estas carencias no sean visibles en el mercado nacional (salvo quizás por un sobrecoste en los precios al consumidor), pero conviene recordar que la falta de competitividad interior anula en la práctica las posibilidades de proyección internacional. Un ejemplo es la promoción del español en el extranjero, hoy prácticamente monopolizada por el Estado a través del Instituto Cervantes: basta comparar sus modestos resultados con los de otras instituciones análogas como el Trinity College o el British Council, ambos gestionados de forma privada, para hacernos una idea del inmenso coste de oportunidad que supone mantener un monopolio público como el actual.
Tampoco debe olvidarse el papel de la tecnología, otro campo donde la economía española también sufre graves carencias. Más allá de la realidad presentada por los medios de comunicación, donde la tecnología española es reconocida en todo el mundo, lo cierto es que los productos de alta tecnología solamente constituyen el 5,1% de las exportaciones (siendo superadas por países como Rumania o Lituania), mientras que la media europea es del 15,6%. La falta de inversión en I+D+i con respecto a los competidores (1,24% del PIB, contra un 2,01% de media europea y 2,4% en la OCDE) y el excesivo protagonismo de múltiples organismos públicos en detrimento de la iniciativa privada explican los magros resultados de un sector todavía en fase de desarrollo. Por otra parte, la aplicación de tecnología a los procesos productivos (incluso en productos del sector primario) podría aumentar el valor añadido de las exportaciones, mejorar la presencia de las empresas españolas en los mercados internacionales y generar puestos de trabajo, aunque hoy se encuentra lejos de ser una realidad.
Reforzar el sistema educativo
Por último, es importante señalar el papel de la educación en el cambio de modelo productivo. Un nuevo sistema educativo basado en el mérito, en el aprendizaje de competencias concretas más que en la acumulación de conocimientos teóricos y una sólida formación en idiomas es el camino seguido por otros países europeos como Holanda, y demuestra que cuando las instituciones tanto públicas como privadas pueden especializarse y competir libremente entre sí acaban ofreciendo una formación de mayor calidad a sus alumnos. El objetivo de esta reforma, por tanto, no sería el aumento del número de titulados (de hecho cada año salen más graduados de las universidades que los que la economía demanda) sino mejorar su educación para facilitar su inserción laboral y potenciar el capital humano de las empresas españolas.
En conclusión podemos decir que el análisis del mercado laboral español es muy complejo actualmente, y más difícil aún es buscar soluciones que puedan mejorar su situación. En cualquier caso, la reducción del desempleo estructural solamente podrá lograrse con políticas a largo plazo y los efectos de éstas no serían inmediatos, lo que aconsejaría complementarlas con soluciones que actúen a corto y medio plazo. Las reformas planteadas en el artículo ya han sido puestas en marcha en muchos países con resultados ampliamente beneficiosos para sus economías. En España, sin embargo, la incertidumbre política, el ambiente electoralista y el alejamiento de posiciones entre los mismos ciudadanos hacen difícil pensar, al menos actualmente, en poder abordar estos desafíos con la responsabilidad que requieren.
Borja dice
Gran artículo, fácil de leer y comprensible para todo tipo de lector