La Gran Hambruna Irlandesa
La crisis sufrida por Irlanda a mediados del siglo XIX es una de las más trágicas de la historia reciente y un claro ejemplo de fenómenos tan actuales como shock de oferta, políticas públicas de estímulo, proteccionismo e inflación.
La crisis irlandesa de 1845, también conocida como la Gran Hambruna Irlandesa o la Hambruna de la Patata, fue probablemente una de las recesiones más duras sufridas por un país occidental en la historia contemporánea. Desarrollada entre 1845 y 1851, consistió en una caída drástica de la producción de patatas (la principal fuente de alimentación en Irlanda) debido a un hongo que destruyó la práctica totalidad de las plantaciones.
Estos sucesos han constituido un punto de inflexión en la historia de la isla, pero en el siglo XXI también pueden ayudarnos a entender en qué consisten las crisis económicas de oferta causadas por shocks externos, en especial la derivada del COVID-19.
Una economía atada de pies y manos
Para entender las causas que profundizaron el impacto de la crisis es necesario retroceder algunos años. Sufriendo una larga ocupación inglesa que se remonta al siglo XI, la economía irlandesa era a principios del XIX mayoritariamente rural, con unas tierras propicias para el pastoreo de ganado ovino y bovino y para el cultivo de cereales, en especial cebada y trigo. Esta ventaja comparativa en la producción agropecuaria, unida a los intensos lazos con Inglaterra y al acceso a los mercados coloniales, habían configurado un modelo productivo de claro carácter exportador, a la vez que se importaban de Gran Bretaña productos manufacturados.
De esta manera Irlanda vivió uno de los periodos más prósperos de su historia, con un crecimiento económico sin precedentes que permitió multiplicar la población de la isla de 2 millones de habitantes en 1741 a 8,75 en 1847.
Sin embargo, esta aparente prosperidad escondía graves carencias que a largo plazo demostrarían ser fatales. En primer lugar, las Leyes Penales vigentes hasta 1829 otorgaban privilegios a la minoría protestante de la isla y prohibían a los católicos, que constituían la inmensa mayoría de la población, acciones tan básicas como escolarizarse, ocupar cargos públicos o tener tierras en propiedad. Las explotaciones agroganaderas quedaron por tanto en manos de terratenientes ingleses que arrendaban pequeñas parcelas a productores locales a precios cada vez más altos a medida que crecía la población rural.
Como es natural, la imposibilidad de que estos arrendatarios pudiesen comprar sus tierras y la inseguridad jurídica de contratos de alquiler que fácilmente podían romperse por parte de los propietarios eran un fuerte desincentivo a la inversión a largo plazo en mejoras productivas.
Por último, las Leyes de Cereales que protegían el trigo y la cebada británicos mantenían los precios artificialmente altos y generaban incentivos para que se potenciara la oferta exportadora de estos cultivos, a espaldas de la demanda local.
La multitud de regulaciones que pesaba sobre la economía irlandesa consolidaba su rigidez y la dejaba indefensa ante cualquier shock externo
El resultado fue una combinación de factores que posteriormente sería explosiva: una fuerza laboral de cualificación casi nula y sin posibilidades de formarse para mejorar el capital humano, unas leyes de tierras que impedían la compraventa libre y, por tanto, la movilidad de recursos y un proteccionismo que encarecía productos tan básicos como el pan.
Esta profunda distorsión de los mercados tuvo un doble efecto sobre la población irlandesa, ya que las barreras a la cualificación del personal y a la inversión en mejoras productivas mantuvieron unos niveles de productividad sustancialmente bajos, lo cual repercutía en salarios reales también muy reducidos. Al mismo tiempo, la combinación de sueldos bajos y cereales caros dio lugar a un efecto sustitución en los mercados locales a favor de la patata, un cultivo mucho más barato de producir del que pronto acabó dependiendo la mayor parte de los arrendatarios irlandeses.
Irlanda llegaba por tanto a 1845 con una economía profundamente desequilibrada debido a múltiples restricciones legales que durante años habían distorsionado los mercados impidiendo su normal funcionamiento.
Si bien la demanda era poco flexible, el mayor problema recaía sobre la oferta, ya que estaba virtualmente partida en dos: un sector exportador de trigo y cebada estimulado por decreto y una producción de patatas para el mercado local completamente rígida, con niveles cada vez más bajos de productividad y sin posibilidades reales de expandirse debido a la ley de rendimientos marginales decrecientes. La llegada ese mismo año del Phytophthora infestans, un hongo que atacaba los bulbos de patata, destruyó aproximadamente la mitad de las cosechas de verano y otoño, desatando así el inicio de la crisis.
El fracaso de la reactivación
La recesión se profundizó en los años siguientes, con la práctica totalidad de las cosechas destruidas en 1846 y grandes pérdidas hasta 1848, año a partir del cual comenzó una lenta recuperación. Como es natural una crisis de tales dimensiones provocó una acusada escasez en los mercados, lo que se tradujo en la mayor hambruna de Occidente en los últimos siglos con terribles consecuencias como cientos de miles de muertes por inanición, movimientos migratorios masivos y revueltas populares.
Los niveles de producción normales no se pudieron alcanzar hasta la década siguiente, pero para entonces los efectos de la crisis ya eran devastadores: se estima que de los 8,75 millones de habitantes de la isla aproximadamente un millón había muerto de hambre mientras que otro millón y medio había emigrado, sumando una pérdida de población de casi un 30 % en las zonas más afectadas.
Como es natural suponer, una crisis humanitaria de semejantes dimensiones no pasó desapercibida en el resto de Europa y menos aún en Londres, donde el gobierno británico preparó un ambicioso plan de estímulo para luchar contra la incipiente recesión ya en 1846. Como un lejano precursor de las tesis keynesianas, el plan consistía en la contratación masiva de desempleados para la construcción de obras públicas, lo cual se pensaba que permitiría reducir el paro a la vez que aumentaría la competitividad de las zonas más afectadas. Se trataba en definitiva de recuperar la demanda agregada confiando en el efecto multiplicador del gasto público, como muchos de nuestros gobiernos hacen en la actualidad.
El dinero de los planes de estímulo sólo consiguió alimentar la inflación, ya que no iba dirigido a potenciar la oferta agregada
La iniciativa acabó en un rotundo fracaso, no sólo por la insostenibilidad de esos niveles de gasto a lo largo del tiempo sino porque en definitiva pretendía relanzar la demanda sin permitir el ajuste necesario de la oferta, que en realidad era la base del problema. Desde el punto de vista de los burócratas de Londres, la crisis generalizada en Irlanda se debía a que los problemas con el cultivo de patatas habían privado a los trabajadores de su principal fuente de ingresos, lo cual había dado lugar a una caída del consumo que a su vez arrastraba a otros sectores.
La solución consistía por tanto en recuperar la demanda agregada reemplazando los ingresos perdidos por otros proporcionados directamente por el gobierno a cambio de trabajo en obras públicas. Finalmente estos planes de estímulo solamente contribuyeron a agravar el problema, ya que multiplicaron la base monetaria en un contexto de oferta decreciente y acabaron alimentando la inflación, lo cual profundizó aún más el desabastecimiento.
La razón de este fracaso es sencilla: si la economía irlandesa era capaz de producir un número determinado de patatas, ese volumen era la cantidad máxima que los consumidores podrían encontrar en el mercado. El hecho de que los compradores tuvieran más billetes en sus bolsillos no hacía que pudieran acceder a más patatas, sino solamente que pudieran ofrecer más dinero para pujar por las mismas. Este proceso de depreciación de la unidad monetaria con respecto a los bienes reales ha convertido a la Gran Hambruna Irlandesa en un claro ejemplo de proceso inflacionario.
Conclusión
La existencia de rigideces previas impedía la adaptación de la economía al shock y condenaba a los agricultores a apostar una y otra vez por el mismo cultivo fallido
El final de la recesión llegó principalmente gracias a la recuperación de los cultivos hacia 1852, aunque el éxodo rural continuó en las décadas siguientes y al final del siglo la población ya había caído hasta los 4,5 millones, es decir una reducción de casi el 50 % con respecto a los niveles precrisis (los cuales no se han alcanzado aún en el siglo XXI).
En este sentido una de las pocas aportaciones positivas de las autoridades británicas fue la derogación de las Leyes de Cereales, lo que permitió reducir los precios de productos de primera necesidad a la vez que se mejoraban las condiciones de competencia, con los consiguientes incentivos para aumentar la inversión y la productividad.
La crisis irlandesa de 1845 constituye, por tanto, un claro ejemplo de una crisis de oferta generada por un shock externo, si bien se vio profundizada por la existencia de rigideces previas en el modelo productivo. Lejos de mantener la estabilidad económica, lo cierto es que las regulaciones que pesaban sobre la economía local impidieron que la oferta fuera lo suficientemente flexible como para adaptarse al shock, al impedir el trasvase de factores de producción de un sector a otro. Precisamente por este motivo la única solución de los campesinos irlandeses era apostar una y otra vez por el cultivo de patatas con la esperanza de que algún día acabaría la plaga, en lugar de buscar otras actividades alternativas.
Esta trágica experiencia demuestra que la flexibilidad de las economías constituye una ventaja esencial a la hora de afrontar una crisis, más allá de que parte de la opinión pública pueda rechazar los procesos de ajuste. La historia de la Gran Hambruna Irlandesa quizás sea una de las más tristes de los últimos siglos, pero al menos puede enseñarnos que la solución a caídas en la oferta pasa por facilitar la movilidad de factores productivos.
No obstante, esto no quiere decir que sea la única (y mejor) solución posible, sino que para ese caso en concreto se cometieron muchos errores evitables. Y si algo debemos aprender de la historia es que aquellos pueblos que la olvidan están condenados a repetirla.