¿Por qué las bolsas se recuperan tan rápido después de caídas tan fuertes? ¿A qué se debe el aumento de la volatilidad? ¿Es posible que los mercados financieros ocultaran burbujas anteriores que la pandemia ha hecho estallar? En este artículo respondemos a estas preguntas a través de la teoría austriaca del ciclo económico.
A mediados de 2018 publicábamos en este portal una reflexión crítica sobre la recuperación europea posterior a la Gran Recesión, analizando la posibilidad de que la apuesta continuada por políticas monetarias expansivas pudiera estar formando burbujas que supusieran el germen de nuevas crisis en el futuro.
Dos años más tarde, las bolsas de todo el mundo han experimentado un año atípico, comenzando con caídas históricas y cerrando el ejercicio con una rápida recuperación. En este artículo intentaremos analizar ambos fenómenos en Europa, todo ello desde la teoría austríaca del ciclo económico.
¡Veamos!
Creando una burbuja para salir de otra
«Partiendo de la premisa de que la base del problema era la desconfianza generalizada en los mercados financieros, la conclusión lógica era que la solución debía pasar por restablecer la confianza, garantizando la solvencia de los agentes del mercado».
Como todos sabemos, en Europa y Estados Unidos el instrumento favorito de las autoridades económicas para afrontar la Gran Recesión ha sido la política monetaria. Partiendo de la premisa de que la base del problema era la desconfianza generalizada en los mercados financieros, la conclusión lógica era que la solución debía pasar por restablecer la confianza, garantizando la solvencia de los agentes del mercado.
Esto sólo podía conseguirse con inyecciones masivas de liquidez en el sistema, para lo cual se tomaron medidas como la reducción de tipos de interés y de encaje bancario, programas de compra de bonos y aumento de facilidades de financiación para entidades financieras; hasta el extremo de rescatar a aquellas que se encontrasen en problemas.
Por ello, a partir de 2013 se comenzaron a ver signos claros de recuperación en las principales economías del mundo, lo que fue interpretado como un éxito de las políticas monetarias ante el evidente fracaso de los experimentos basados en estímulos fiscales. Por tanto, la reacción fue aumentar aún más el signo expansivo de estas políticas, especialmente a través de planes de expansión cuantitativa (QE).
Desde entonces los programas de compras masivas de títulos financieros por parte de los bancos centrales, en entornos de tipos de interés reales casi nulos (y en ocasiones incluso negativos), han sido una constante en la economía mundial, si bien estos se han visto gradualmente moderados a medida que se recuperaban el empleo y el producto interior bruto (PIB). No obstante, la irrupción del coronavirus ha convencido al Banco Central Europeo (BCE) de la necesidad de reforzar estas políticas, para ello, con la creación de un nuevo plan de compra de activos de hasta 1,85 billones de euros.
Malas inversiones, menos beneficios
Las políticas de «dinero barato» pueden distorsionar los mercados financieros, dando lugar a ciclos de malas inversiones.
No obstante, y a pesar de unos resultados aparentemente positivos, desde la teoría austriaca del ciclo económico se podrían hacer dos críticas a las políticas de estímulo que se han aplicado. En primer lugar, el aumento artificial de la oferta monetaria ha podido distorsionar la percepción de los agentes del mercado sobre la rentabilidad real de sus oportunidades de inversión, lo que significa que se podrían haber destinado recursos a proyectos poco rentables. Algo similar podría haber ocurrido en el sector público, al que se han dado desincentivos para ajustarse por el hecho de que la caída de los costes de emisión de deuda ha permitido mantener con relativa facilidad los niveles de déficit que presentaban numerosos países.
En segundo lugar, un análisis equivocado de la realidad podría haber confundido a las autoridades monetarias acerca del alcance real de sus propias políticas. Como todos sabemos, el objetivo de los bancos centrales en Europa y Estados Unidos es la estabilidad de precios, lo que normalmente se suele cuantificar en objetivos de inflación cercanos al 2 % anual. El problema es que los índices generales de precios no siempre son un indicador fiable de la inflación, ya que no son más que medias ponderadas discrecionalmente que no recogen la evolución de todos los sectores económicos ni los cambios en la estructura de precios relativos.
Una expansión artificial del crédito, por tanto, podría impulsar la inversión y así aumentar la demanda de bienes de producción, presionando al alza los precios de estos, pero este encarecimiento se podría ver de alguna manera difuminado en los índices generales de inflación, si este se viera, además, compensado por una caída en el precio de los bienes de consumo.
Asimismo, también podríamos encontrar ciertas distorsiones en los mercados financieros, sin duda los grandes afectados por las políticas de expansión monetaria. Con tipos de interés cercanos a 0 y mercados de bonos donde cada vez era más difícil encontrar oportunidades rentables, muchos inversores han emigrado a los mercados de renta variable, teniendo que aceptar niveles de volatilidad superiores a los que quizás hubieran estado dispuestos a asumir en un primer momento. El resultado es que la intervención pública en los mercados de renta fija podría haber acabado generando una demanda artificialmente alta en los de renta variable, distorsionando la relación rentabilidad-riesgo que los agentes hubieran establecido de forma espontánea por sí solos.
Podemos visualizar este problema en la gráfica superior. La mayor parte de los métodos de valoración de acciones tienen como componente esencial la capacidad de una empresa para generar beneficios que, posteriormente, puedan trasladarse a los accionistas en forma de dividendos, lo que nos permitiría suponer una relación directamente proporcional entre ganancias y valor en bolsa. No obstante, la evolución de los títulos de renta variable emitidos por empresas no financieras en la Unión Europea desde la puesta en marcha del QE parece no responder a esa relación lógica que establecería el orden espontáneo del mercado, ya que el crecimiento del valor de las acciones sobrepasa con creces la evolución de los beneficios operativos. Los márgenes presentan una tendencia aún peor, con niveles inferiores a los de 2014.
Los datos demuestran, por tanto, que las empresas no financieras de la Unión Europea no han experimentado de media un crecimiento proporcional de sus beneficios (ni en volumen total ni en márgenes) en relación a su cotización en bolsa. Más bien al contrario, la evolución negativa de las ganancias empresariales podría considerarse un indicio de ese ciclo de malas inversiones que comentábamos anteriormente.
La explicación del crecimiento del valor de los pasivos de renta variable en los balances de las empresas no se debería, por tanto, a un incremento de los beneficios. Se podrían buscar hipótesis alternativas como que en la valoración que hacen los mercados pesan más los resultados financieros que los operativos, pero la realidad es que el abaratamiento de los costes de financiación en los últimos años ha reducido sensiblemente el diferencial entre ambas variables.
También se podría argumentar que los inversores se han mostrado más optimistas. Es decir, que a pesar de no ver beneficios atractivos en el presente, esperan tenerlos en el futuro. Pero esta explicación es improbable en un entorno de desaceleración económica generalizada, como el vivido entre los años 2018-2019.
Las carencias de los índices generales de precios como medida de la inflación han podido ocultar la sobrevaloración de ciertos activos financieros y la ruptura del equilibrio entre rentabilidad y riesgo que presentan.
Por lo tanto, la razón que mejor explicaría el peso creciente de la renta variable como instrumento de financiación de las empresas es el aumento constante de la cotización de las acciones, el cual, a su vez, habría creado incentivos para que los empresarios expandieran sus emisiones ante la previsión de que la demanda de estos títulos siguiera creciendo.
Pero, ¿y por qué crecía la demanda de acciones? La respuesta a esto es bastante simple. Y es que, simplemente, se debe a que, como hemos comentado anteriormente, podría haber habido un “efecto desplazamiento” de la demanda de los mercados de renta fija hacia los de renta variable.
En la práctica, esta migración de los inversores habría tenido lugar a través de una reducción del “efecto sustitución” que normalmente existe en ambos mercados. O dicho de otra manera, muchos agentes podrían haber acabado demandando activos de renta variable, sencillamente, porque el mercado no les ofrecía muchas otras opciones.
Subestimando la inflación
Ahora, veamos los efectos de estas políticas desde un punto de vista monetario.
Como podemos apreciar en la gráfica inferior, la recesión económica del periodo 2008-2011 propició una ralentización en el crecimiento de los agregados monetarios, pero la tendencia positiva se ha reanudado con más fuerza desde 2015 como consecuencia del QE. Esta creación continua de dinero ha permitido multiplicar la base monetaria, pero tengamos en cuenta que lo ha hecho a ritmos muy superiores al crecimiento medio de la economía: 1,95 % anual para el PIB de la eurozona ante incrementos medios anuales del 8,74 % (M1), 5,03 % (M2) y 4,76 % (M3).
La situación de la economía de la eurozona es, por tanto, la de una masa monetaria creciente y una velocidad de circulación del dinero que no ha conseguido caer lo suficiente como para compensarla, con un nivel general de precios inferior al 2 % y tasas de crecimiento considerablemente modestas. Siguiendo el modelo de la teoría cuantitativa del dinero, lo lógico hubiera sido pensar que la inflación y el PIB no repuntaban debido a que no se estaba inyectando una cantidad suficiente de dinero en el sistema, cuando en realidad la expansión monetaria estaba distorsionando los mercados financieros y generando una sobrevaloración de ciertos activos.
La razón, como ya hemos explicado, consiste en que, en ocasiones, el nivel general de precios es un indicador imperfecto de la inflación real, ya que no incluye la cotización de los productos financieros ni los cambios en los precios relativos de bienes de consumo y de producción.
De esta manera, las autoridades monetarias europeas podrían haber subestimado el efecto que sus propias políticas estaban teniendo sobre los mercados y ello los habría empujado a seguir inyectando dinero en el sistema sin considerar, quizás, el verdadero riesgo de estar creando nuevas burbujas. Esto podría haber llevado a que determinados valores bursátiles estuvieran cotizando por encima de lo que hubieran valorado los inversores analizando la evolución real de las empresas que los respaldan, lo que ayudaría a explicar la sobrerreacción de las bolsas con fuertes caídas ante las primeras dudas generadas por el impacto del coronavirus.
El problema de asumir esta hipótesis es que si miramos la situación actual, ninguno de los factores fundamentales ha cambiado. Los beneficios empresariales siguen siendo bajos (han caído a causa del COVID-19), el nivel general de precios roza la deflación y las políticas de «dinero barato» están más vigentes que nunca. Todo ello nos debería, quizás, hacer algo más escépticos ante la rápida recuperación de los mercados en los últimos meses, dada la posibilidad de que en algunos activos se trate simplemente de la formación de una nueva burbuja para superar la anterior.
La crisis actual podría admitir, por tanto, dos lecturas. Podemos entenderla como una oportunidad para liquidar las inversiones poco rentables de la economía, y, de paso, acabar con las burbujas antes de que crezcan demasiado, o, por el contrario, como una situación donde la única salida posible sea crear aún más dinero para dar alivio financiero a Estado, familias y empresas. Asumiendo, dicho sea de paso, el riesgo de seguir alimentando burbujas que algún día podrían estallar, al menos desde la perspectiva de la teoría austríaca del ciclo económico.
En definitiva, las políticas expansivas del BCE parecen decantar a las autoridades por la segunda opción, aunque a largo plazo la amenaza de una depreciación del euro en un entorno de déficit público y aumento de la deuda podría moderar esta preferencia. En cualquiera de los dos casos, el problema de la emisión monetaria vuelve a estar en el centro del debate económico europeo, en un nuevo capítulo de una controversia que acompaña al Viejo Continente desde la adopción del euro.