El peso argentino se hunde en los mercados y el gobierno ya negocia un rescate con el FMI. ¿Cómo se presenta el futuro de la economía argentina?
En las últimas semanas la moneda argentina ha sufrido fuertes caídas con respecto al dólar, sin que ninguna de las medidas tomadas por el Banco Central de la República Argentina (BCRA) haya dado resultado. Mientras el ejecutivo piensa pedir asistencia financiera al Fondo Monetario Internacional, los analistas observan preocupados lo que podría ser el inicio de una nueva crisis en los mercados emergentes. En este artículo analizamos el origen del problema y sus posibles soluciones. ¿Saldrá está vez indemne Argentina de esta pre-crisis?
La ley de la bicicleta
En realidad, los problemas relacionados con la inestabilidad cambiaria, el endeudamiento exterior y la inflación no son nuevos en la economía argentina. Por el contrario, podemos encontrar su raíz en el modelo agroexportador que ha sido su sello de identidad desde la independencia del país en 1816.
En líneas generales, dicho modelo consiste en una especialización del país como productor de materias primas, en su mayor parte destinadas a los mercados internacionales y relacionadas con la inmensa riqueza agroganadera del país, destacando la carne bovina, el trigo, el maíz y la soja. Por el contrario, Argentina ha sido una importadora tradicional de bienes de equipo y de alta tecnología.
Como es natural, el limitado valor añadido de las exportaciones con respecto a las importaciones reduce la capacidad de ahorro a nivel nacional, lo que genera una dependencia de capitales extranjeros para mantener la inversión. Al mismo tiempo el carácter abierto y exportador de la economía argentina la hace especialmente susceptible a las oscilaciones del mercado de divisas, cuyos efectos no se limitan al sector exportador y afectan a todos los agentes del mercado nacional, incluyendo al propio Estado.
Esta dependencia con respecto a los movimientos del dólar supone que una devaluación, por ejemplo, potenciará las exportaciones pero creará inflación al encarecer las importaciones (además de dificultar la compra de bienes de equipo y tecnología en el extranjero). Podemos identificar así dos vertientes tradicionales en la política económica argentina: una partidaria de mercados libres y un peso fuerte que permita importar tecnología, modernizar la economía y contener la inflación, y otra defensora de una moneda más devaluada para estimular las exportaciones de materias primas, con mercados más intervenidos especialmente en lo que respecta a la regulación de precios. La segunda política ha sido la dominante en los últimos años, y ya hemos hablado de ella en artículos anteriores. De la primera, emprendida por el presidente Mauricio Macri, nos ocuparemos en esta publicación.
Ante todo cabe decir que el modelo agroexportador, más allá de sus carencias, funcionó notablemente bien durante muchos años. De hecho, gracias a este modelo productivo entre finales del siglo XIX y principios del XX, Argentina llegó a ser una auténtica potencia económica y uno de los países más prósperos del mundo, superando en exportaciones agroganaderas a otros de mucho mayor tamaño como Estados Unidos o Rusia. Este periodo se caracterizó por una política más bien proclive a un peso fuerte y baja inflación, mientras que la importación de tecnología fue posible gracias al inmenso volumen de inversión extranjera que entró al país en aquellos años (recordemos que el Reino Unido, la primera economía mundial en aquellos años, dirigía hacia Argentina aproximadamente la mitad de todas sus inversiones exteriores).
La economía no es muy diferente de una bicicleta: para que se mueva es necesario que las dos ruedas puedan girar libremente. La idea de soltar una mientras mantenemos el freno en la otra es sencillamente absurda.
Desde entonces ha habido dos intentos de recuperar ese modelo de la mano de economistas ligados a la escuela neomonetarista de los Chicago Boys. El primero fue en 1976 y se instrumentó a través de un aumento de las tasas de interés que estimuló la compra de pesos y elevó la cotización de la divisa nacional con respecto a la estadounidense. El segundo fue en los 90, cuando el Banco Central realizaba operaciones diariamente para garantizar la paridad total del peso y el dólar.
Lamentablemente ambos intentos fracasaron, principalmente porque intentaron compensar la falta de inversión extranjera con una fuerte manipulación estatal del mercado de divisas, a la vez que liberalizaban los mercados de bienes. No tuvieron en cuenta, como sabemos gracias al modelo IS-LM que nos ha legado la teoría económica, que los mercados reales y monetarios son absolutamente interdependientes. Esto significa que cualquier intervención en uno de ellos altera inmediatamente el comportamiento de los agentes que operan en el otro, y por tanto cualquier política de liberalización deberá incluir a ambos mercados. En este sentido la economía no es muy diferente de una bicicleta: para que se mueva es necesario que las dos ruedas puedan girar libremente. La idea de soltar una mientras mantenemos el freno en la otra es sencillamente absurda, como demuestra el fracaso de la escuela neomonetarista en Argentina: después de breves periodos de prosperidad, no tardan en llegar las distorsiones en el mercado, el agotamiento de las reservas, la destrucción del tejido productivo y finalmente el endeudamiento exterior.
El caso de Macri no es muy diferente. Si bien el asunto monetario no ocupa un lugar tan relevante como en las experiencias anteriores, el nuevo ejecutivo argentino ha intentado corregir los problemas heredados del periodo kirchnerista con un programa económico que incluye privatizaciones, facilidades a la exportación y a la inversión privada y reducción del gasto público. Con estas acciones se buscaba relanzar el crecimiento económico, modernizar los procesos de producción, frenar la inflación y mantener la estabilidad del peso. No obstante se repetía el intervencionismo en el mercado de divisas, ya que no se ha derogado la prohibición de sacar capitales del país y aún persisten fuertes restricciones sobre la compraventa de divisas extranjeras.
El plan de Macri pareció funcionar durante algún tiempo (si bien la oposición, al controlar el Senado, consiguió ralentizar el avance de las reformas), y los datos de crecimiento, inflación y empleo parecían encaminados en la dirección correcta. Sin embargo, en los últimos meses Argentina ha tenido que enfrentarse a una serie de factores exógenos que han puesto en peligro el éxito del nuevo modelo.
La crisis del peso
El más importante sin duda es el cambio de signo de la política monetaria de Estados Unidos, lo que ha supuesto no sólo un dólar más fuerte en los mercados internacionales sino también la huida de inversores en deuda pública nacional hacia los bonos del Tesoro estadounidense, que ahora ofrecen más rentabilidad. Por otra parte, la ralentización de la demanda china y la sequía que afecta al sector de la soja (una de las principales exportaciones del Argentina) también han contribuido a reducir la confianza en la moneda argentina, la cual ha sufrido un desplome histórico en los mercados: más de un 12% con respecto al dólar en apenas dos semanas.
El gobierno no tardó en reaccionar. Antes de su Jueves Negro (3 de mayo), el Banco Central ya había detectado los primeros signos adversos e intensificado sus ventas de dólares, quizás suponiendo que se trataba de una simple oscilación del mercado y que las cosas pronto volverían a su cauce. Poco después decidió emprender una política algo más agresiva y lanzó nuevas emisiones de deuda con una rentabilidad ligeramente superior, pero esta medida también se mostró insuficiente.
Mientras tanto el peso entraba en caída libre en los mercados y no se apreciaban síntomas de que la devaluación fuera a detenerse. El Banco Central, falto de ideas, volvió a apostar por dos viejos clásicos de la intervención monetaria: aumentar aún más las ventas de dólares y subir los tipos de interés. Y nuevamente con poco éxito, ya que dos semanas después del inicio de la crisis Argentina ha perdido más del 10% de sus reservas en dólares mientras el peso sigue hundiéndose.
La situación es tan grave que Macri ha accedido a negociar un préstamo con el FMI. Odiada por la mayor parte de la opinión pública, esta institución financiera internacional es seguramente una de las últimas alternativas que quedan al gobierno argentino. La idea sería obtener un crédito de unos 30.000 millones de dólares que pueda funcionar como «colchón» para que el Banco Central siga teniendo margen para intervenir en el mercado y al menos amortiguar la caída del peso.
Es difícil saber si la iniciativa tendrá éxito, pero los indicios que tenemos hasta ahora llevan a pensar lo contrario. Ya hemos visto que el modelo de expectativas racionales de Lucas ha podido aplicarse perfectamente al rally del euro, y no hay motivos para pensar que no podemos ver la crisis del peso también bajo este enfoque. En otras palabras, es posible afirmar que cuando una política de intervención abusa de determinados recursos suele volverse previsible, y los agentes del mercado actúan en consecuencia. Tal vez ésa sea la razón por la cual las primeras tentativas del Banco Central argentino han sido completamente ineficaces, ya que los inversores entienden que se trata de una medida insostenible en el tiempo y por tanto se mantienen en sus posiciones cortas. Quizás por eso, también, acabe fracasando la idea de recurrir al FMI.
En las últimas décadas la dinámica de los mercados financieros internacionales dicta que las subidas de tipos de interés en Estados Unidos suelen golpear con fuerza en las economías emergentes, ya que aumentan los incentivos para vender posiciones en estos países y para invertir en el mercado estadounidense, cuya relación rentabilidad-riesgo se vuelve más atractiva. Los últimos meses no han sido la excepción, viéndose devaluados también el real brasileño, el rublo ruso, la lira turca y la rupia indonesia. Podemos decir por tanto que el problema no es exclusivamente argentino, si bien el peso ha sido con diferencia la divisa más afectada.
Como es natural, estos sucesos han hecho sonar las alarmas entre los analistas y hoy muchos se preguntan si la crisis del peso puede afectar seriamente los mercados internacionales, como ya ocurrió en 2001. En este sentido podemos decir que, si bien no es posible asegurarlo con total certeza, lo más probable es que se trate de una cuestión de alcance regional y que solamente arrastre a la baja los valores de compañías especialmente expuestas al mercado argentino.
Recordemos en primer lugar que la Argentina de 2001 venía de un largo periodo de apertura a la inversión extranjera (lo que significa que los agentes internacionales tenían un grado de exposición más bien alto al movimiento de la divisa), mientras que la actual todavía no acaba de salir del aislamiento económico del kirchnerismo, con un stock de deuda exterior mucho más modesto.
Por otra parte, la sucesión de políticas equivocadas han hecho que en las últimas décadas el país haya ido perdiendo su peso relativo en la economía mundial, lo cual significa que sus problemas cada vez tienen un menor riesgo de contagio. Lejos queda ya aquella crisis de 2001 que pronto se extendió al resto del continente, y más lejos aún aquel default de 1890 que sacudió a la misma City de Londres.
¿Realmente el FMI es la única solución?
Lo siguiente que podemos preguntarnos es si el problema tiene solución, y si ésta pasa necesariamente por endeudarse nuevamente con el FMI. Lo cierto es que el gobierno no tiene demasiadas alternativas sobre la mesa: descartando las opciones más extremas (tanto dejar que el peso siga en caída libre como volver al nefasto cepo cambiario), sólo queda seguir vendiendo dólares a la espera de que pase el temporal. Claro que la estrategia tiene sus riesgos: el dinero del FMI puede agotarse y si cuando eso ocurre el problema persiste, el país deberá devolver los 30.000 millones de dólares pero con una moneda devaluada. Una situación de la que sería muy difícil salir y que obliga a plantearse otras alternativas.
Dada la gravedad de las circunstancias tal vez sea necesario analizar la raíz del problema, que no es otro que la falta de seguridad que Argentina ofrece a los agentes nacionales e internacionales. En este sentido podemos decir que por muchos dólares que venda el Banco Central será difícil vencer la desconfianza en un gobierno que no permite que sus ciudadanos saquen su propio dinero del país y que interviene en cada operación internacional que tiene lugar entre privados y con divisa extranjera. Por este motivo un primer paso podría ser acabar de liberar los movimientos de capitales, ya que sólo así la reforma económica será creíble. Al fin y al cabo, la confianza de los inversores no puede regularse por ley, sino que se gana cada día en los mercados. Si los agentes desconfían de una política demasiado intervencionista, manipular las cotizaciones más aún con ventas masivas de dólares no parece precisamente el camino más adecuado.
Quizás alguien podría pensar que la idea de liberar el mercado monetario podría desestabilizar la economía, pero la historia argentina demuestra lo contrario. Precisamente la época dorada de Argentina a principios del siglo XX fue posible gracias a un grado notable de libertad en los mercados reales y monetarios, es decir liberando completamente las dos ruedas de la bicicleta. A la luz de esta experiencia, si hoy realmente la intención es volver a aquel país rico y próspero quizás debería adoptarse su ortodoxia monetaria, ya que gracias a ella se consiguió atraer a la inversión extranjera tan necesaria para la modernización de la economía. Naturalmente, esto no significa volver al patrón oro, pero sí recuperar la principal ventaja de este viejo sistema: marginar por completo a los políticos de los mercados y dejar que la bicicleta eche a correr otra vez.