El pasado mes de enero las negociaciones para formar gobierno en Suecia finalmente llegaron a su fin, después de meses marcados por la incertidumbre a raíz de las últimas elecciones generales que habían dado lugar a un parlamento fragmentado. El resultado ha sido el mantenimiento de los socialdemócratas en el poder con el apoyo de centristas y liberales, aunque a cambio de ello el nuevo ejecutivo ha tenido que hacer concesiones a sus aliados parlamentarios como bajar impuestos, liberalizar el sector de la vivienda y flexibilizar el mercado laboral.
Si bien estas promesas han sido presentadas por los medios como el precio a pagar por parte de los socialdemócratas para mantenerse en el poder, lo cierto es que se trata de reformas que en mayor o menor medida suscitan un amplio consenso entre los analistas económicos ante el evidente agotamiento de un modelo fuertemente intervencionista.
Por ese motivo, quizás hoy más que nunca recupera su vigencia el estudio del iraní Nima Sanandaji, titulado Scandinavian Unexceptionalism (La no excepcionalidad escandinava), donde señala las numerosas debilidades de las políticas económicas socialdemócratas aplicadas en los países nórdicos desde los años 60.
¿Progreso o estancamiento?
Uno de los principales puntos que el profesor Sanandaji busca desmentir es la creencia generalizada de que gracias a la socialdemocracia los países escandinavos disfrutan de un grado de bienestar superior al del resto de sus vecinos europeos. En principio, los datos parecen contundentes y se nos hace difícil refutar esta afirmación: según las estimaciones del FMI para 2018, Noruega ocupa el puesto 6 en el ranking mundial de renta per cápita, seguido por Islandia (13), Suecia (14), Dinamarca (18) y Finlandia (22).
Estamos hablando por tanto de economías donde los ciudadanos disfrutan de un nivel de vida envidiable para muchos, lo cual repercute también en excelentes resultados en Índice de Desarrollo Humano (IDH): Noruega (1), Islandia (6), Suecia (7), Dinamarca (11) y Finlandia (15) destacan en los primeros puestos del ranking mundial. Otros indicadores también significativos, como la esperanza de vida o los índices de pobreza absoluta, también nos dejan una imagen ampliamente favorable de esos países.
Un intervencionismo cuestionable
Parece indiscutible, por tanto, que se trata de economías fuertemente desarrolladas donde los ciudadanos disfrutan de una calidad de vida que difícilmente podrían encontrar en otros países. Lo que sí es discutible, en cambio, es que la socialdemocracia sea la única responsable de los resultados obtenidos. De hecho, como veremos más adelante, ésta podría no sólo no haber contribuido al desarrollo de las economías sino constituido un freno para ellas, a pesar del cual se habría llegado a la situación envidiable que vemos en la actualidad.
Analicemos esta propuesta a la luz de los datos, y partiendo de uno de los indicadores más característicos de cualquier política económica socialdemócrata: el ratio de gasto público sobre el PIB, normalmente utilizado para medir el grado de intervención del Estado en la economía. En este sentido, un promedio simple entre las 5 economías escandinavas nos da un resultado de 49,48%, mientras que la media de la Unión Europea se sitúa en un 45,80% y la de la zona euro en un 47,10%.
La primera conclusión a la que podríamos llegar es que evidentemente las economías escandinavas han apostado más decididamente por la redistribución de la riqueza y gracias a ello disfrutan de un mejor nivel de vida.
No obstante, esta conclusión puede ser engañosa: dentro del grupo de los escandinavos Finlandia aparece como el vecino más rezagado en todos los indicadores, y sin embargo es el que presenta un ratio mayor de gasto público sobre el PIB. Por el contrario Islandia, el miembro más «liberal» del grupo, supera a todos sus pares en esperanza de vida y rivaliza con Noruega por los primeros puestos en casi todos los indicadores. De la misma manera también podemos encontrar economías europeas aún más intervenidas, como Bélgica y Francia, que ocupan puestos relativamente más bajos en el ranking.
La historia de dos crisis
Como es lógico la creación de empleo es uno de los aspectos de la economía más ligados al dinamismo de los mercados y por tanto uno de los mejores indicadores de la creciente ineficiencia del intervencionismo. Para demostrar este punto Sanandaji compara el comportamiento del mercado laboral sueco durante las mayores crisis sufridas en el siglo XX: la de 1929 y la de 1990.
En el primer caso la recesión tuvo su origen en el crack financiero de 1929 y la posterior Gran Depresión, la cual no tardó en cruzar las fronteras de Estados Unidos y extenderse por todo el mundo, destruyendo unos 170.000 puestos de trabajo en Suecia (llegando la ocupación total a unos 2,5 millones).
Aun así, la amplia libertad de mercado posibilitó una salida de la crisis por la vía de la innovación y de los emprendimientos privados, lo que se tradujo en la creación de empresas que posteriormente se transformarían en pilares de la economía sueca (Volvo, Securitas, SAAB, etc.). El resultado fue una drástica reducción del desempleo ya desde 1932, cuando la mayor parte del mundo seguía en plena recesión, y la recuperación de los niveles de empleo precrisis ya en 1935.
La crisis de 1990 presenta un comportamiento opuesto en lo que respecta al mercado laboral. En este sentido no solamente la pérdida inicial de puestos de trabajo fue mayor (el empleo se redujo un 12% hasta 1993), sino que la recuperación fue mucho más lenta, llegando a los niveles precrisis en 2008.
Todo ello a pesar de poder disfrutar de una coyuntura internacional mucho más favorable donde el resto del mundo crecía y derribaba las barreras al libre comercio, un escenario mucho más favorable que el del proteccionismo de entreguerras al que tuvieron que enfrentarse los exportadores suecos de los años 30. En este caso es evidente el peso de unos niveles sensiblemente más altos de presión fiscal sobre los agentes económicos como freno a la creación de empleo. Hecho que queda demostrado además porque el mayor periodo de recuperación comenzó a finales de los 90, precisamente a raíz de las primeras medidas liberalizadoras.
Perdiendo la ventaja de salida
La explicación al bienestar de los países nórdicos, por tanto, debe encontrarse necesariamente fuera de los argumentos tradicionales que defienden los supuestos beneficios de la multiplicación del gasto público.
En este sentido, tanto el profesor Sanandaji como un reciente estudio del consejo de asesores económicos de la Casa Blanca (The opportunity costs of socialism, 2018) apuntan a la importancia de factores culturales como la existencia de una sólida ética del trabajo que podrían contribuir a una mayor productividad por hora trabajada en los países escandinavos.
Este punto puede llevarnos a pensar que la prosperidad nórdica tiene su raíz en un factor cultural, y que por tanto los ciudadanos de esos países podrían repetir su éxito en otras regiones del mundo siempre y cuando mantengan su ética del trabajo tradicional. Como podemos observar los datos parecen avalar esta hipótesis: los descendientes de los escandinavos emigrados a Estados Unidos no sólo disfrutan de un nivel de vida superior a la media de su país de acogida, sino que han superado incluso a sus familiares que han permanecido en los países de origen.
Esta afirmación nos permite concluir que al menos parte del éxito escandinavo se debe a causas ajenas a las políticas socialdemócratas y en gran medida anteriores a ella, al haber existido durante siglos en la historia de la región.
La segunda gráfica también parece avalar esta teoría: en 1960 (cuando comenzó lentamente el giro socialdemócrata en la política económica de los países nórdicos), Suecia disfrutaba de una prosperidad relativa sensiblemente superior a la de sus vecinos europeos con respecto a la que presenta actualmente. Dicho de otra manera, la economía sueca ya estaba entre las más ricas del mundo a mediados del siglo XX, y las políticas de gasto público solamente habrían conseguido ralentizar su crecimiento permitiendo así que se haya ido reduciendo la “ventaja” inicial sobre sus competidores europeos.
Por último, ambos estudios también mencionan otras causas que explican la prosperidad nórdica, como la escasa regulación de los mercados internos, una presión fiscal relativamente más baja sobre las rentas del capital y unos niveles ínfimos de corrupción institucional. Todos ellos, nuevamente, factores que ya formaban parte de las economías de la región al menos desde finales del siglo XIX.
La explicación del éxito de las economías escandinavas podría encontrarse por tanto en factores históricos y culturales más que propiamente económicos, y mucho menos aún en el protagonismo del Estado, al menos según el criterio de Sanandaji y otros analistas. Los defensores del modelo actual, por su parte, siguen atribuyéndole el mérito de lo conseguido hasta ahora, con el efecto multiplicador del gasto público y la redistribución de la riqueza como caballos de batalla. Un debate que presenta muchas semejanzas con el que un día tuvieron los partidarios de Weber y Marx, protagonizando así una historia que parece que amenaza con repetirse.