La crisis causada por el COVID-19 parece estar agudizando seriamente el problema de la inflación en Argentina, donde los precios experimentan una escalada preocupante. En este artículo analizaremos sus causas y consecuencias desde el punto de vista monetario.
Sin lugar a dudas, la inflación parece haber sido la gran preocupación económica de los argentinos en los últimos años. Todos los problemas que últimamente han aquejado al país están ligados a ella de manera más o menos directa. Desde el deterioro de la calidad de vida y el aumento de la pobreza hasta la devaluación de la moneda, pasando por las negociaciones laborales, los impuestos y las tarifas de los servicios públicos.
Si bien existen opiniones muy variadas con respecto a sus causas y consecuencias, sobre lo que parece haber un acuerdo generalizado es sobre la magnitud del problema. Así, según datos oficiales (CIA Factbook), en el periodo 2002-2019 la inflación acumulada ha sido del 1.169,5%, lo que supone una media anual de 20,43% (recordemos que la media mundial se sitúa alrededor del 3% anual).
Por si esto fuera poco, es evidente que una aceleración tan fuerte de los precios supone un enorme coste de oportunidad para el país en términos del crecimiento del producto interior bruto (PIB), lo cual explica en parte por qué la renta per cápita argentina lleva 10 años prácticamente estancada.
Un mismo problema, múltiples explicaciones
Cualquier persona que haya vivido en el país podrá comprobar fácilmente que existen diferentes explicaciones sobre el origen del problema.
Una de las más populares es que los empresarios venden cada vez más caro porque gozan de una situación de preponderancia en determinados mercados, lo que les permite obtener márgenes crecientes sin que la demanda de sus productos se vea reducida. Lo contrario ocurriría en los mercados internacionales, donde los exportadores argentinos se verían obligados a tener precios más competitivos, como se puede comprobar observando que muchos productos argentinos son más caros dentro del país que fuera de él. Desde este punto de vista, la causa principal de la inflación sería que las empresas se aprovechan de su poder desmedido en el mercado local para compensar los beneficios a los que deben renunciar en el exterior.
El problema de esta explicación es que no tiene en cuenta los efectos dinámicos de un supuesto diferencial en las tasas de beneficios sobre la competencia y la producción: si fuera cierto que es mucho más rentable vender dentro del país que fuera de él, es evidente que habría fuertes incentivos para que tanto las empresas existentes como los nuevos proyectos de inversión empresarial se dirigieran al mercado doméstico, lo cual acabaría estimulando la producción y presionando los precios a la baja. Pero la realidad es la contraria: el consumo lleva años en contracción no por un cambio abrupto en las preferencias de los consumidores sino por una reducción continua de la oferta agregada.
Algunos analistas incluso argumentan que si bien la contracción de la producción es una realidad, esto se debe a prácticas desleales de competencia como la manipulación de stocks.Es decir, que los empresarios no sacan a la venta toda su producción para mantener unos precios artificialmente altos. Nuevamente, el problema de esta argumentación es que es incapaz de ir a los efectos posteriores.
Si se acumulasen stocks sin vender indefinidamente es claro que los costes de producción de las empresas crecerían más que sus ingresos (lo cual contradice la hipótesis anterior de una tasa de beneficios creciente). Además, si intentasen colocarlos en otros mercados, las exportaciones necesariamente deberían tener un peso importante y creciente en el PIB, cuando en realidad no llegan al 15% (siendo este ratio relativamente bajo con respecto al resto del mundo). Habiendo desmontado este razonamiento no es difícil entender por qué el aumento de las retenciones a los exportadores (que en teoría debían redirigir las ventas al mercado nacional) ha sido un absoluto fracaso a la hora de contener la inflación.
Precios y costes
Otra explicación es la supuesta formación de precios como simples transmisores de los costes de producción. De alguna manera puede decirse que este punto de vista tiene una base teórica algo más sólida, ya que economistas como Adam Smith o John Maynard Keynes defendían que el factor más determinante en el precio es el coste.
En el caso de Argentina, la hipótesis es que existe un encarecimiento exógeno de ciertos factores de producción (insumos importados, electricidad, mano de obra, etc.) que se traslada a los precios finales y provoca inflación. Bajo este enfoque el origen del problema estaría en cuestiones ajenas al proceso productivo como la devaluación del peso argentino frente al dólar, las políticas de subsidios o la negociación salarial. En ocasiones se ha llegado también a culpar a fondos de inversión extranjeros, cuya especulación con la moneda sería una de las causas de las tensiones en el mercado cambiario que luego repercuten en la oscilación del nivel general de precios.
En este caso la dificultad radica en que el razonamiento se basa en la premisa de que los costes determinan los precios, la cual ha sido puesta en duda por numerosos economistas como los pertenecientes a la Escuela Austríaca. Según los detractores, el proceso sería inverso. Es decir que los empresarios demandan factores de producción según la cantidad de bienes y servicios que consigan vender (o que estiman que podrán colocar en el mercado), y es esa demanda la que determina los precios de dichos factores. Dicho de otra manera, serían los precios los que determinarían los costes y no al revés. En el caso de Argentina esta explicación no carece de fundamentos: la destrucción de empleo parece indicar que en un mercado en contracción las empresas demandan menos trabajo, lo cual se traduce en una reducción de los salarios reales en los sectores menos sindicalizados de la economía. De esta manera una caída de las ventas acaba provocando una caída del precio del factor trabajo.
La gravedad del problema y la multitud de opiniones al respecto han dado lugar a una amplia variedad de medidas de las que los gobiernos argentinos se han servido a lo largo de los años. Controles de precios, retenciones a la exportación, restricciones a la compraventa de divisas extranjeras y hasta obligar a empresas a vender a precio de coste son las principales herramientas a través de las cuales se ha intentado contener la inflación. Todas ellas han fracasado, a pesar de que algunas se han aplicado con insistencia en las últimas décadas.
De Buenos Aires a Salamanca
¿Cuál es entonces el origen de la inflación? Para encontrar la raíz del problema sería necesario que las autoridades argentinas dejaran de buscar soluciones en la fracasada segunda mitad del siglo XX y se atrevieran a hacer un viaje a un pasado algo más lejano, apenas unos años después de que los primeros españoles desembarcaran en el Río de la Plata. Se trata del Comentario resolutorio de cambios de Martín de Azpilcueta, autor perteneciente a la Escuela de Salamanca que sentó las bases de la teoría cuantitativa del dinero. La aportación de Azpilcueta sería más tarde desarrollada por economistas como Fisher, dándole forma matemática a través de la conocida ecuación M*V=P*Y
Bajo este modelo es fácil entender que la inflación es un fenómeno esencialmente monetario, dado que depende directamente de otros dos factores (masa monetaria y velocidad de circulación) que también lo son. Esto implica que todo aumento de la base monetaria (M) por encima del crecimiento de la renta (Y) se traducirá en inflación (P), suponiendo que la velocidad de circulación del dinero se mantiene constante (V). De esta manera el aumento descontrolado de los precios sería esencialmente un indicador de los errores de la política del Banco Central, y no de supuestas ineficiencias del mercado.
La gráfica superior puede ayudarnos a visualizar la magnitud de este error por parte de las autoridades monetarias argentinas, con un crecimiento exponencial del agregado M1. Si bien podemos decir que el ritmo de emisión ya desde 2002 era superior a la media de las economías desarrolladas, lo cierto es que a partir de 2010 la tendencia es que cada año la masa monetaria crece más rápidamente que el anterior. En un país con un sector bancario tan reducido como Argentina esto es especialmente problemático, ya que ni siquiera es posible culpar a los bancos privados de estar creando demasiado dinero expandiendo el crédito: la responsabilidad exclusiva es del Banco Central y de la continua monetización del déficit. Las perspectivas a futuro son aún peores, ya que la pandemia del coronavirus ha agudizado la crisis que ya arrastraba el país y todo parece indicar que nuevamente se recurrirá a imprimir dinero para financiar el gasto público.
La situación sería de por sí grave si solo el exceso de emisión pudiese explicar la inflación, pero al menos podría resolverse con relativa facilidad, ya que en ese caso bastaría con que el Banco Central volviese a la ortodoxia monetaria. El problema es que hay un segundo factor en juego: la velocidad de circulación del dinero no se ha mantenido constante como suelen suponer la mayor parte de los modelos, sino que en el caso argentino ha aumentado debido al rechazo generalizado de los ciudadanos a la moneda nacional.
Dicho de otra manera, los agentes del mercado entienden que una moneda en constante devaluación les merece cada vez menos confianza, y por tanto se deshacen de ella en cuanto pueden (en su lugar los que tienen la posibilidad intentan ahorrar en otras divisas, algo que el gobierno intenta evitar a través de múltiples restricciones). No se trata de una cuestión irracional. Como todos sabemos una de las tres funciones básicas de una moneda es ser depósito de valor, y eso exige una estabilidad que actualmente el peso argentino no tiene. En este caso la divisa del propio país es rechazada, pero sencillamente porque sus ciudadanos están dejando de percibirla como una moneda en sí.
La explicación al fenómeno inflacionario argentino, según la teoría mencionada anteriormente, se encuentra por tanto en la acción combinada entre una masa monetaria descontrolada y un aumento de la velocidad de circulación, todo lo cual contribuye a acelerar el incremento de los precios. Esto significa que las causas están más relacionadas con políticas monetarias equivocadas y con un desprestigio generalizado de la moneda que con empresarios y fondos de inversión especuladores dispuestos a enriquecerse a costa de empobrecer al país.
La historia, como tantas otras veces, nos enseña una valiosa lección en este sentido. En general los reyes españoles ignoraron los trabajos de Martín de Azpilcueta y de la Escuela de Salamanca para continuar con su política de regulaciones, acumulación de metales preciosos, expropiaciones de depósitos y subidas de impuestos, y el resultado fue que convirtieron al imperio donde no se ponía el sol en un país atrasado y miserable. Argentina, el país pujante que hace sólo 100 años era llamado “el granero del mundo”, parece haber tomado esa misma senda hace décadas, con resultados similares. Esperemos que todavía no sea demasiado tarde para rectificar.
Con todo, merece la pena mencionar que esta es una explicación desde el punto de vista de una de las escuelas de pensamiento económico. Desde luego, no la única y no necesariamente la mayoritaria. Y es por eso que invitamos al lector, a comentar, debatir y exponer su opinión.